viernes, 26 de febrero de 2016

LOS HUEVOS ENDEMONIADOS

(Este cuento debe leerse con tonada correntina a partir del relato en primera persona  del cura.
El resto, léase en español.)

Si puede reírse, habré triunfado.

En las inmediaciones de aquel lugar donde se encuentran el viento helado y el fuego, donde dice que es un “Punto de Integración”, pero es ahí donde las cosas aparentemente firmes, se desintegran.

Acodado al mostrador de la Ginebra, la Juana, la Mary, la Damajuana y la Mary Huana, están: Tito el petiso, José el zezeozo, y Eusebio Tiracorchos.

No, no están bebiendo bebidas alcohólicas, están tomando tecitos de yuyos en el único lugar posible, varios kilómetros (cientos) a la redonda para mitigar el malestar estomacal luego de comer el cordero asado al chulengo que hizo José; más bien diríase ahumado y arrebatado.

Sin embargo, están de buen humor recordando el relato de Ramón Orejuela Cienfuegos, el cura exorcista de los huevos:

“Un día me llama al celular la hermana Anacleta del Toro, y me dice: “-Padrecito, venga que tengo varios huevos para darle.”

“Para cualquiera esto sería gran cosa, pero ella y su familia habían aprendido a ser agradecidos, -sigue diciendo Ramón.

“Vivían maldecidos, las plantas salían, crecían lozanas hasta dar la flor y luego se secaban rápidamente, los melones se secaban en el árbol y se caían, -los mamones- le interrumpe Eusebio, y Ramón le responde: “-Dije los melones”.

“Loz pájaroz, volando, al entrar en el ezpazio aéreo de la finca de Anacleta se caían a pique, muertoz”, agrega zezeando, José.

“Los visones, sigue el cura, venían y se comían las pocas gallinas sobrevivientes, y no pocas veces se encontraban osamentas de visones atragantados con las gallinas secas.


“Las habichuelas crecían hasta dar las vainas, y de repente se achicharraban, estaba todo el campo maldecido, si hasta las vacas daban leche cuajada cuando las ordeñaban.

“Así que fui, como buen cura, hice unas oraciones, reprendí a los demonios y después de eso todo comenzó a andar bien, las plantas crecían y daban fruto, las gallinas cacareaban y ponían huevos, la leche ordeñada era leche, todo iba de diez.

“Por eso Anacleta del Toro y su esposo Daniel Aparecido Toro me llamaron y me dieron una canasta de mimbre llena de huevos.

“Fui, hice los 60 km a todo raje, traje los huevos, los dejé en el piso y salí corriendo al lado de la parroquia pues una familia me necesitaba, los atendí, regresé y todos los chicos de catecismo me comieron los huevos de Anacleta, yo me agarraba la cabeza, no sabía qué hacer, en eso me suena el celular y escucho a Anacleta que me dice atormentada:

“-Padrecito, se están comenzando a morir las gallinas una por una y los gallos de a dos,  venga urgente, hay que hacer algo, amalaya.”

“¡La Virunga! Dije, y chapé la moto –dice y golpea las dos manos- y salí rajando, llegué más rápido que chancho pa los choclos, me senté debajo de un ombú y le dije: “-Hermana Anacleta hágame cuatro huevos fritos, no había terminado yo de hablar y ya estaba fritando los huevos, no digo ya estaban fritos porque sino me van a decir que soy exagerado, comí mis huevos, tomé un buen par de tragos… de agua con limón, me limpié con el delantal de Anacleta (que lo tenía puesto) y me levanté apuradísimo fíjese.

“Padrecito, vamos a hacer misa?”  “ – No hermAnacleta, vine a comer mis huevos y me voy.”

Y allá va el cura correntino en su moto todoterreno chapada, no se dice con las clinas al viento, porque tiene casco puesto, atraviesa badenes, vados, guardaganados, tranqueras, alambrados, charcos, charquis, lomas, lo más apurado, puentes, vadea riachos, mallines, sube cuestas y las baja también y sigue no más…


Willie el Aceitoso

Ilustraciones:  Gugle

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