jueves, 8 de noviembre de 2018

EL LIBRO MILANESA

Queridos lectores abaladores de lo nuestro. Aquí va la entrega prometida en febrero del año en curso. Es ella (la entrega, obvio) una de las tantas producciones en estos azarosos meses desde aquella reunión en la entrada anterior de este blog vernáculo. Sana y Sanito sugieren entre dientes, que si leen y les gusta, escriban algo, y si leen y no les gusta, también escriban. Y si no leen no escriban nada. Gracias. Muy atte, la Redacción.


El viento aullaba contra la ventana, golpeaba con fuerza la lluvia. La mañana estaba muy fresca como para andar a la intemperie, pero Sopapita empujaba el viejo Renault 6 del Jefe, embarrándose toda la ropa.

El Jefe se quejaba en latín, y le gritaba en alemán a su servil colaborador. La ex catequista que lo acompañaba, a la sazón su esposa, esbozaba una mueca giocondiana difícil de interpretar.

Su cónyugue había dejado ciertos hábitos colgados en el convento y huídos ambos hacia el espacio exterior (del convento) excomulgados del ámbito clerical, tomaron nuevos hábitos y comenzaron el idilio.

El Viejo Barbudo que miraba por la ventana, sonreía con cara de trampa. Esa picardía de los viejos que tienen calle aunque ninguna lleve su nombre y jamás lo llevarán, y tienen conocimientos que no provienen de los ámbitos académicos oficiales.

Ratones de biblioteca
Robby no se ocupaba del chiquitaje

Quizás le causaba gracia la habitual escena del otrora cura, llegando con ruido a lata porque siempre alguna parte del auto caía y era arrastrada por el asfalto saltando las chispas y chirriando los frenos para no ir a dar del otro lado donde terminaba el asfalto y comenzaba el barro del barrio.

Cuando arrancó el vetusto y desvencijado motor, él se alejó de la ventana y acomodó el libro en el estante. Abrió su taper y sacó una milanesa, eran las 8000 horas en el extremo sur.

Don Robby era el jefe inteligente de la Biblioteca, colgó su gabán y el sombrero en el perchero de pie en el hall del edificio, habiendo tirado al voleo la maloliente colilla del LM que venía chupando.




Al saludar el jefe al personal, El Viejo Barbudo le devolvió una mirada y media sonrisa, la otra media sonrisa la guardaba para la despedida de las 2000 horas PM porque no era cuestión de gastar mucho en una  sonrisa.

Se persignó y acomodó su metro noventa en la silla metálica forrada con cuerina color negro, de un negro más oscuro que su piel. El asedio ya ingresaba por la puerta de la oficina del Director, balanceando sus flacas caderas, al acomodarse los anteojos necesarios, fundamentalmente necesarios, mirando con soberbia al cuestionado jefe. Este no le seguía el juego, no se sabe si porque era casado o porque bien podría haber sido su padre.

-      Hola Robby, comenzó mascullando con su voz de pan flauta amojosado, sabés que nos está faltando un libro. Figura como devuelto en el sistema, pero, sin embargo y no obstante ello, una ficha da a entender que fue retirado nuevamente, o sea, de nuevo, y su préstamo está vencido, y no puede ser que pase esto, porque un libro no devuelto es un usuario sin libro y un usuario sin libro, sin información, sin un soporte que le brinde información, placer, deleite, es un usuario quejante, que me hará crecer las estadísticas de quejas y objeciones, interjecciones, porque….

-      ¿Quién lo retiró? Preguntó el jefe, cortando la catarata de repeticiones y adjetivaciones aunque en realidad no le importaba en lo más mínimo esa nimiedad.

Se iluminaron los ojos de la mujer y de repente su cara pareció la de una serpiente, o era la cara que generalmente tenía, el reflejo de sí misma, la exteriorización del huevo eclosionado en tiempos inmemoriales de su madre volando en una escoba en dirección al aplanado cerro. Serpiente con anteojos.

La milanesa frita con jugo de limón envuelta en dos rodajas longitudinales de pan estaba exquisita.

Beatrix Petter llegaba tarde a causa dijo, de la lluvia; el barro; y el ómnibus que a causa de lo mismo estaba atrasado, y las coordenadas que no le llegaban a su celular.

Sopapita miraba oculto, desde un rincón, entre las estanterías malolientes, todavía chorreando… agua de su empapada vestimenta.

Se mantenía alejado de ella desde aquel día en los 90, cuando la encontró en la frontera entre Chile y Argentina, en el sur santacruceño. Ella venía de la isla Tarlton, donde por dos años estuvo conviviendo con un amigo ocasional de los caminos que se cruzan en los Andes, con mochilas cargadas de coca y otros diversos yuyos andinos, diversos adminículos, amuletos, alguna que otra chala envolviendo un turrón de azúcar.

Lo que pasó entre ella y él permanece como un secreto guardado bajo siete llaves, no se sabe dónde está el cofre ni las llaves ni quién las pudiera tener, y por supuesto no se sabe ni se sabrá el secreto, hasta tanto aparezcan las llaves, su poseedor o sus poseedores, y el cofre.

Habiendo sido expulsada del país trasandino cuando aún la vil sonrisa de Pinochet se podía ver en las tapas de El Mercurio, vino a dar entre aspirinas y aspiradas diversas, a estos barrios históricos del obreraje zurderil.

Comenzaron a tomar unos mates ella y la mujer con cara de serpiente. La dorada estatuita con repugnante abdomen, brillosa toda ella, de un hombre calvo que tiene los ojos cerrados, en la esquina del escritorio.

En uno de los cajones estaba el enigma.

Suspiró y mirando el techo, la mujer vio la araña. Entregó el mate a Beatrix y yendo hacia la puerta observó detrás de ellas muchas telarañas.
-      “¡Nancy, vení rápido acá!” Nancy la melodiosa interrumpió su canto y con el estropajo en una mano y el celular en la otra se presentó con expresión de aguante.
-      Limpiá bien las telarañas atrás de la puerta, mirá la cantidad que hay, limpiá rápido que donde hay telarañas atrás de la puerta la dueña de casa se muere, ¡por favor!
Su “por favor” no significaba que se lo pidiera, era una manera de decir solamente, ya que ella se sentía dueña de la casa, dueña de la Biblioteca y no quería morirse supuestamente joven aunque ya oscilaba (siempre oscilaba) entre los 35 y los 40. Con la cara de serpiente que tenía parecía de 50.

Se acercaban los días en que la murga “El Dragón Colorinche del Chueco” iba a debutar y Beatrix quería indagar de ella los pormenores de las reuniones, los aportes, las vestimentas, y todo lo que pudiera saberse.

Ella se interesaba como costumbre enfermiza sobre todas las cosas que pudiera saber, siendo su cerebro un acumulador de información. Lo tenía como evasión de su pasado y de su futuro, preguntando todo y de todo; como a todos, pero evitando con sutileza brindar información acerca de su vida privada aunque era vox pópuli que ella, ella gustaba compartir su chambre coucher con ocasionales amistades.

En el taller mecánico “Cilindro Cósmico” todos lo sabían y no hacían otra cosa que comentar lo que se enteraban, agregando siempre detalles que hacían divertidas y escabrosas las escenas de alcoba de las cuales tomaban debida nota, por así decirlo. Eran los hombres del barrio, (no todos); los hombres chismosos.

Habiendo logrado juntar un divertido grupo de gays y lesbianas confesos pero que nunca iban al confesionario, para, aprovechándose de su marginalidad darles a través de la murga una especie de entidad y aceptación social, las cuotas que ellos pagaron para poder comprar la ropa y los adornos que iban a usar fueron a parar a un agujero negro.

Provocó el relato la boca bien abierta por unos segundos de la señora que vino de la isla, el aliento a yerba se mezclaba con el aliento a yerba, la yerba infusión y la yerba como adicción. El que lee, entienda.

Los tambores y cornetas vulgares los consiguió gratis de su amigo Linares el que te mira con las comisuras de los labios hacia el suelo, aunque como le había discutido un día el jefe, “nada es gratis, alguien lo paga y esos ridículos tambores que ni tocar saben, los pagamos entre todos los contribuyentes…”

Pero la serpiente en esos días, visitó una conocida tienda de artículos de marroquinería y otras cosas que compran las mujeres caras, y renovó su ajuar carteril. Le gustaba el cuero, le gustaba sacar el cuero, de los demás también.

La murga quedó disuelta y Linares llamaba con insistencia a la serpiente, quien impunemente no atendía el llamado y no estaba dispuesta a reconocer su malversación y mucho menos a reintegrar a los “chicos” el dinero por ellos mal habido a costa de sus malas costumbres rentadas por señores que de día andan de corbata en autos muy, muy caros.

Ella fundó y fundió la murga.

El Viejo Barbudo sacó otra milanesa de su aromático taper, pero no era la hora del almuerzo, y a quién le importa. ¿Quién fijó una hora para almorzar? ¿Noé? ¿La NASA, o Putin?

El jefe comenzó a recorrer el subsuelo y caminó hasta el pizarrón en el fondo, comenzando a escribir algunas palabras.

Por un intercomunicador le dice a las mujeres que hagan una nota por el libro desaparecido. Ellas en complicidad habitual le responden que ya tenían la nota y le acercaron una carpeta de 15 páginas.

Robby elevó las brutales notas a la Secretaria del ámbito y se lavó las manos con jabón “Pilatex”.

Quedó pensando frente al pizarrón y allá en la oficina las dos mujeres como cotorras del barranco no paraban de hablar, hacer suposiciones, comentarios y juicios acerca del libro y su sospechoso usuario.

El libro “Chucrut, una provincia afanada”, escrito por Mario De las Nieves, editado en los años de la década perdida, en Editorial Elbol Sorrevol de López & Asociados era la piedra del escándalo.

Por lo que consignaba en sus páginas y por estar desaparecido. De la gota de agua las “chicas” hacían un lago enorme, y se escandalizaban, rasgándose las vestiduras.

Robby planificaba una nueva Biblioteca y su mente no quería ocuparse de cosas mínimas, “no me interesa el chiquitaje”, decía él cuantas veces podía, y comenzaba a hablar en latín si lo hacían enojar.

El Viejo Barbudo se limpió las manos en el pantalón y subió a la oficina de la Secretaria del ámbito. Lo cité porque se han escrito varias notas contra Ud. señor Barbudo. ¿Está Ud. al tanto? No estoy al tanto ni tanto ni muy poco, no sé de qué se trata ni me opongo porque desconozco.

Aquí hay quejas, veamos decía la Secretaria; veamos ésta, ésta, ésta, y así iba sacando las notas una por una, alguna firmada por La Serpiente, jefa de circulación, otras firmadas por Beatrix dirigidas a ella, con copia a la Secretaria, y así una variada gama de opciones.

El Viejo iba respondiendo con su verdad cada una de las notas que a sus espaldas se habían escrito, sin darle la más pálida noticia ni el más sentido pésame o recurso aleatorio para desvincularlo de la prosa acusatoria.

A medida que desmentía cada nota, la profesora rompía la nota y la tiraba a la basura.

Hasta que llegó a una donde se lo acusaba de haber sustraído el libro “Chucrut, una provincia afanada”, como decir afanaste el libro de la provincia afanada, o sea, no hay delito alguno en afanar lo afanado. Señora, esto es muy berreta, le dijo El Viejo pasándose unos dedos por el mentón cubierto de barba cana, por favor bajemos un piso y acompáñeme. Así, en silencio, ambos bajaron, ingresaron a la Biblioteca, donde impregnaba el ambiente un saumerio bendecido por la Bruja de Tolosa.

La Secretaria lo seguía por los pasillos hasta que entraron en la oficina de Beatrix, en el escritorio adornado por un Buda y un tulipán en un tosco frasco con agua. El Viejo se dirigió directamente al escritorio, sin mediar palabra abrió un cajón y sacó el libro en cuestión, en cuestión de dos segundos. Aquí está “el libro perdido, el libro no devuelto, el libro desaparecido”, masculló mirando de reojo a la bibliotecaria rubia y ojerosa que a pesar de las ojeras tenía los ojos bien abiertos y no sabía qué decir.

Sin palabras se volvieron a la oficina. Quedaba la última nota firmada rabiosamente por La Serpiente, donde al pedido del Viejo Barbudo para ser trasladado a otra ciudad, ella, para seguir abusando de su pequeña dosis de autoridad, respondía con todo tipo de argumentos para insistir que el susodicho debía permanecer allí y no podían prescindir de él ni de sus servicios en la Biblioteca embrujada.

La Secretaria del ámbito, le firmó autorizando el pedido y el Viejo Barbudo salió mostrando sus pocos dientes de la oficina, a compartir telefónicamente la noticia con su familia, que ya salía raudamente a comprar carne para un asado y así celebrar que al fin podían abandonar la complicada ciudad de laberínticas calles y vivir en el paraíso silvopastoril montañero.

Robby aceptó paternalmente la ida de El Viejo Barbudo que de viejo tenía poco. Lo conocía de chico cuando hacía sabandijeadas por los pasillos de la Universidad y el Colegio Universitario.

Le enseñaba bibliotecología en el pizarrón verde y lo preparaba para que pudiera desenvolverse en la Biblioteca donde no pasó de auxiliar de segunda y nunca se le cruzó por la cabeza que iba a transcurrir su vida entre libros con olor a humedad.

Al otro día, La Serpiente, Tits y Beatrix preguntaron qué había ocurrido. El Viejo no llegaba, manifestaban preocupación cuando en realidad les importaba poco la vida de su compañero de trabajo.

A esa hora El Viejo Barbudo ya estaba tomando unos mates en Paso de salvajes. Robby sonrió y miró hacia la avenida. Volvió a dirigir su mirada a La Serpiente y la mantuvo firme. La otra se rascaba el cuero cabelludo.

Entonces comenzaron a escribir una nota para explicar por qué iban a sacar las plantas, todas las plantas de esa parte del edificio, afirmando que Susana Aguilera la investigadora entomóloga y biblióloga, fundamentaba en su libro “Las plantas como agentes transmisoras del pececito de plata hacen perder plata a las bibliotecas,” que no debían existir vegetales por esa misma razón, la del extenso título.

Masticando bronca trataban de encontrar un objeto para descargarla. Sopapita sonreía, y cuando estuvo a cinco metros de la isleña, ésta se ruborizó en demasía, entonces, entonces el Jefe giró su humanidad para evitar ser visto.

Pronto recibiría su jubilación y se alejaría otra vez, con su catequista amada, lejos de La Serpiente y lejos de la Bruja que ya lo tenían con las amígdalas por el piso.


Gibbon Sinja Bone y Wilson el Aceitoso con la emérita colaboración de la Sana

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