domingo, 12 de junio de 2016

ANACLETO EL CAPONEADOR



Era una tarde apacible de primavera en Jacobacci. Anacleto Cifuentes Balvino venía con su caja de vino bajo uno de los sobacos, a tranco lento; venía de su campo a la estación de trenes de la ciudad. No venía sólo, traía al final de una cuerda sucia y maloliente un capón que sumiso se dejaba llevar, porque no le quedaba otra.

Lo cruzó Herculano Calasancio López que venía arrastrando su cansancio, y balanceándose con su esposa Iluminada Justa Aukamán quien también venía balanceándose, al parecer ambos tenían un pie más corto que el otro, o todos o la mayoría en la Patagonia tienen ese inconveniente, ya que caminan balanceándose y no es que se hagan los pillados.

Caminan como Tueto el de "Alaska, peligro en el aire".

            Se saludaron y como es de rigor, eso llevó como cinco minutos entre apretones de manos grasosas y sudadas, sacada simbólica de sombrero, sonrisas y comentarios respetuosos.

¿A cuánto estaba el capón que traés ahí? Le preguntó Herculano a su amigo Anacleto, y éste le respondió: - A doscientos… - 200, ¡qué caro lo pagaste hermano! Lo interrumpió Iluminada. -… a doscientos metros del alambrado estaba, terminó informando Anacleto mientras le palmeaba la cabezota a su capón.

Así, caminando unos pocos metros más, cruzando la ruta 23 nuestro amigo llegó al andén de la Estación de Jacobacci y ató en uno de los hierros su presa. Sacó su facón de una funda de cuero ubicada en su cintura, brilló al sol y el rayo rebotó en uno de los cristales de la ventana superior del frente del edificio dándole justo en un ojo a Iluminada quien todavía balanceaba su humanidad a una cuadra de distancia con su compañero, rumbo al rancho llevando un par de gallinas  ponedoras.

Anacleto procedió a degollar su capón y se vio prontamente rodeado de varios perros callejeros que cual jauría de hienas se relamían y se movían en círculos pero éste les arrojaba piedras para espantarlos. Con maestría de cirujano lo degolló, lo colgó de un sauce criollo, y rápidamente lo desholló sacando todo su cuero como un ropaje que ya no necesitaría. Una vez terminada su faena, dejó allí colgado su capón, a la espera del tren de la tarde que lo llevaría a Bariloche.

Entró el tren raudamente esparciendo olor a grasa, procedente de Constitución. Anacleto se salía de la vaina para subirse, y se metía a contramano entre la gente que raudamente bajaba al andén. En una mano llevaba su vieja y odorosa valija de cuero atada con  una soga vieja, y con la otra sostenía el capón sobre su hombro.

Se subió al vagón 347 y allí dejó la valija sobre uno de las butacas, y sin abandonar su capón comenzó a saludar uno por uno a todos los pasajeros como todo buen gaucho respetuoso acostumbrado a saludar hasta a los piches que pululan por la estepa rionegrina en las mañanas frescas de la primavera.

Una vez que saludó a todos los pasajeros, volvió a su asiento y colgó el capón envuelto en arpillera en uno de los percheros. Así, entre algunas partidas de truco, y algunos cimarrones, transcurrieron un par de horas hasta que el tren se detuvo en Comallo y el paisano se dijo a sí mismo, “bueno, vamos a tener que hacer unos mates, un pedacito de carne para pasar la media tarde…” bajándose del lado contrario al andén, donde comenzó a juntar unas ramas para hacer un fueguito.


Estaba en esos menesteres muy concentrado Anacleto, cuando de golpe y sin aviso previo, al toque de la campanita, el Tren Patagónico retomó la marcha y siguió en dirección a Bariloche. Anacleto se agarraba la cabeza comenzando a correr por las vías, atrás del tren sin entender por qué lo había dejado a pie, a los gritos, y dicen que todavía anda corriendo por las vías del tren y que hasta hoy no pudo recuperar ni su valija ni su capón.



Gibbon Sinja Bone

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