Era
una tarde apacible de primavera en Jacobacci. Anacleto Cifuentes Balvino venía con
su caja de vino bajo uno de los sobacos, a tranco lento; venía de su campo a la
estación de trenes de la ciudad. No venía sólo, traía al final de una cuerda
sucia y maloliente un capón que sumiso se dejaba llevar, porque no le quedaba
otra.
Lo cruzó Herculano
Calasancio López que venía arrastrando su cansancio, y balanceándose con su esposa Iluminada Justa Aukamán quien
también venía balanceándose, al parecer ambos tenían un pie más corto que el
otro, o todos o la mayoría en la Patagonia tienen ese inconveniente, ya que
caminan balanceándose y no es que se hagan los pillados.
Caminan como Tueto el de "Alaska, peligro en el aire".
Se saludaron y como es de rigor, eso llevó como cinco
minutos entre apretones de manos grasosas y sudadas, sacada simbólica de
sombrero, sonrisas y comentarios respetuosos.
¿A
cuánto estaba el capón que traés ahí? Le preguntó Herculano a su amigo
Anacleto, y éste le respondió: - A doscientos… - 200, ¡qué caro lo pagaste
hermano! Lo interrumpió Iluminada. -… a doscientos metros del alambrado estaba, terminó informando Anacleto mientras le palmeaba la cabezota a su capón.
Así,
caminando unos pocos metros más, cruzando la ruta 23 nuestro amigo llegó al
andén de la Estación de Jacobacci y ató en uno de los hierros su presa. Sacó su
facón de una funda de cuero ubicada en su cintura, brilló al sol y el rayo
rebotó en uno de los cristales de la ventana superior del frente del edificio
dándole justo en un ojo a Iluminada quien todavía balanceaba su humanidad a una
cuadra de distancia con su compañero, rumbo al rancho llevando un par de
gallinas ponedoras.
Anacleto
procedió a degollar su capón y se vio prontamente rodeado de varios perros
callejeros que cual jauría de hienas se relamían y se movían en círculos pero
éste les arrojaba piedras para espantarlos. Con maestría de cirujano lo
degolló, lo colgó de un sauce criollo, y rápidamente lo desholló sacando todo
su cuero como un ropaje que ya no necesitaría. Una vez terminada su faena, dejó
allí colgado su capón, a la espera del tren de la tarde que lo llevaría a
Bariloche.
Entró
el tren raudamente esparciendo olor a grasa, procedente de Constitución.
Anacleto se salía de la vaina para subirse, y se metía a contramano entre la
gente que raudamente bajaba al andén. En una mano llevaba su vieja y odorosa valija de
cuero atada con una soga vieja, y con la otra sostenía el capón sobre su hombro.
Se
subió al vagón 347 y allí dejó la valija sobre uno de las butacas, y sin abandonar su capón comenzó a
saludar uno por uno a todos los pasajeros como todo buen gaucho respetuoso
acostumbrado a saludar hasta a los piches que pululan por la estepa rionegrina
en las mañanas frescas de la primavera.
Una
vez que saludó a todos los pasajeros, volvió a su asiento y colgó el capón
envuelto en arpillera en uno de los percheros. Así, entre algunas partidas de truco, y algunos cimarrones, transcurrieron un par de
horas hasta que el tren se detuvo en Comallo y el paisano se dijo a sí mismo,
“bueno, vamos a tener que hacer unos mates, un pedacito de carne para pasar la
media tarde…” bajándose del lado contrario al andén, donde comenzó a juntar
unas ramas para hacer un fueguito.
Estaba
en esos menesteres muy concentrado Anacleto, cuando de golpe y sin aviso
previo, al toque de la campanita, el Tren Patagónico retomó la marcha y siguió
en dirección a Bariloche. Anacleto se agarraba la cabeza comenzando a correr
por las vías, atrás del tren sin entender por qué lo había dejado a pie, a los
gritos, y dicen que todavía anda corriendo por las vías del tren y que hasta
hoy no pudo recuperar ni su valija ni su capón.
Gibbon
Sinja Bone
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