martes, 21 de junio de 2016

Los limones de Samanta

N de la R: En esta ocasión los muchachos se me fueron para los tomates. Pero me pidieron que no censure su cuento limonERO. Y aquí va para deleite de nuestros lectores. 

En una casa de ladrillos a la vista con un par de espumillas rosadas florecidas en la vereda, y un limonero en el patio trasero, vivía Samanta.

Tenía un gatito rayado muy mimoso que ronroneaba y se pasaba contra las piernas de su dueña y de todo el que llegare a la casa, dándole la bienvenida.

El limonero, plantado por su padre, crecía lozano en el fondo del patio dando sombra y su codiciable fruto. Al lado de él, se ubicaba erguido un árbol de moras y en el jardín, nardos y azucenas alegraban la vida y perfumaban el aire.

Entre los dos árboles, se tendía una hamaca paraguaya debajo de los claveles del aire florecidos.

Samanta, cuyo nombre rima con algo sabroso y codiciable, cultivaba sus limones, siempre los cuidaba y los mostraba con orgullo, bien perfumados con ese toque cítrico profundo.

Tenía una cabellera negra que le llegaba casi a la cintura y contrastaba con la blancura inmaculada de su piel, pero ahora la había recogido tras su erguido cuello. 

Cada vez que Erosio la visitaba, él se anunciaba dando tres golpes en la puerta de madera, prefería eso al timbre, hacía una pausa y golpeaba luego dos veces y ella le abría la puerta de su casa.

Siempre lo recibía con un beso e inmediatamente le ofrecía una silla o el sofá, pero antes iban juntos al patio y arrancaban un par de limones, los más grandes, los más amarillos, los más apetecibles, los limones de Samanta.

Ya dentro de la casa y luego de unos minutos de cruzar miradas, de comentar cosas triviales pero necesarias, ella le ofrecía el zumo de sus limones turgentes con sus pedículos sobresalientes, ofrecimiento al que Erosio ni ningún caballero podría resistirse.

En la cálida tarde mientras todos en el barrio dormían la siesta, salvo Ojoteta Mandarino que como nada tenía que hacer sentado estaba en la vereda bajo un paraíso frondoso mirando la nada, Erosio disfrutaba del jugo de los limones de Samanta que ella gentil y dulcemente le ofrecía.

A él le gustaba sentir el suave deslizar de sus dedos sobre la piel porosa y cómo se desprendía el perfume embriagador, a ella también, sus ojos hablaban y sus labios besaban.

Una cucharadita de azúcar para endulzar un poco el jugo, se sacaban las semillas y así era presentado en un vaso de vidrio, refrescante como un premio que nadie rechazaría en una tarde como ésta.

Gorriones, jilgueros y tacuaritas entonaban sus alegres melodías entre las ramas de los árboles.

Venía entonces el momento de pedirle prestados los sonidos a las cuerdas de la guitarra. Ella venía hacia él, y Erosio la tomaba suavemente entre sus brazos, la envolvía,  y pasaba sus manos sobre el contorno femenino de ella, una y otra vez sobre sus curvas, apoyándola en sus piernas.

Suave y dulcemente comenzaba a rasgar las cuerdas y los acordes llenaban la habitación. El perfume de los limones y la música se enlazaban en el aire y entraban mariposas por la ventana.

La música envolvente, los perfumes de la tarde, la tranquilidad que el oasis de la casa de Samanta eran para Erosio, iban fundiendo a la guitarra y a quien la abrazaba en uno solo.

Los limones de Samanta empapaban a Erosio, sus cabellos estaban impregnados del aroma embriagador, las manos de Erosio estrujándolos y aplastándolos contra su cuerpo, y en ese momento, el jilguero cantó estridentemente sus notas más altas en el patio de la casa de  Samanta.


Samanta, la que te amamanta.

Wilson el Aceitoso y Gibbon Sinja Bone

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