N de la R: En esta ocasión los muchachos se me fueron para los tomates. Pero me pidieron que no censure su cuento limonERO. Y aquí va para deleite de nuestros lectores.
En una casa de ladrillos a la vista con
un par de espumillas rosadas florecidas en la vereda, y un limonero en el patio
trasero, vivía Samanta.
Tenía un gatito rayado muy mimoso que
ronroneaba y se pasaba contra las piernas de su dueña y de todo el que llegare
a la casa, dándole la bienvenida.
El limonero, plantado por su padre,
crecía lozano en el fondo del patio dando sombra y su codiciable fruto. Al lado
de él, se ubicaba erguido un árbol de moras y en el jardín, nardos y azucenas
alegraban la vida y perfumaban el aire.
Entre los dos árboles, se tendía una
hamaca paraguaya debajo de los claveles del aire florecidos.
Samanta, cuyo nombre rima con algo
sabroso y codiciable, cultivaba sus limones, siempre los cuidaba y los mostraba
con orgullo, bien perfumados con ese toque cítrico profundo.
Tenía una cabellera negra que le
llegaba casi a la cintura y contrastaba con la blancura inmaculada de su piel, pero ahora la había recogido tras su erguido cuello.
Cada vez que Erosio la visitaba, él se
anunciaba dando tres golpes en la puerta de madera, prefería eso al timbre,
hacía una pausa y golpeaba luego dos veces y ella le abría la puerta de su
casa.
Siempre lo recibía con un beso e
inmediatamente le ofrecía una silla o el sofá, pero antes iban juntos al patio
y arrancaban un par de limones, los más grandes, los más amarillos, los más
apetecibles, los limones de Samanta.
Ya dentro de la casa y luego de unos
minutos de cruzar miradas, de comentar cosas triviales pero necesarias, ella le
ofrecía el zumo de sus limones turgentes con sus pedículos sobresalientes, ofrecimiento
al que Erosio ni ningún caballero podría resistirse.
En la cálida tarde mientras todos en el
barrio dormían la siesta, salvo Ojoteta Mandarino que como nada tenía que hacer
sentado estaba en la vereda bajo un paraíso frondoso mirando la nada, Erosio
disfrutaba del jugo de los limones de Samanta que ella gentil y dulcemente le
ofrecía.
A él le gustaba sentir el suave
deslizar de sus dedos sobre la piel porosa y cómo se desprendía el perfume
embriagador, a ella también, sus ojos hablaban y sus labios besaban.
Una cucharadita de azúcar para endulzar
un poco el jugo, se sacaban las semillas y así era presentado en un vaso de
vidrio, refrescante como un premio que nadie rechazaría en una tarde como ésta.
Gorriones, jilgueros y tacuaritas
entonaban sus alegres melodías entre las ramas de los árboles.
Venía entonces el momento de pedirle
prestados los sonidos a las cuerdas de la guitarra. Ella venía hacia él, y Erosio
la tomaba suavemente entre sus brazos, la envolvía, y pasaba sus manos sobre el contorno femenino
de ella, una y otra vez sobre sus curvas, apoyándola en sus piernas.
Suave y dulcemente comenzaba a rasgar
las cuerdas y los acordes llenaban la habitación. El perfume de los limones y
la música se enlazaban en el aire y entraban mariposas por la ventana.
La música envolvente, los perfumes de
la tarde, la tranquilidad que el oasis de la casa de Samanta eran para Erosio,
iban fundiendo a la guitarra y a quien la abrazaba en uno solo.
Los limones de Samanta empapaban a Erosio,
sus cabellos estaban impregnados del aroma embriagador, las manos de Erosio
estrujándolos y aplastándolos contra su cuerpo, y en ese momento, el jilguero
cantó estridentemente sus notas más altas en el patio de la casa de Samanta.
Samanta, la que te amamanta.
Wilson el Aceitoso y Gibbon Sinja Bone
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