jueves, 31 de marzo de 2016

NOVELA DEL FABIAN CALLE


Entró muy rápido al aula dejando una estela de perfume penetrante por los pasillos y ondeando su larga y rubia cabellera. Los varones se cruzaron miradas cómplices pero distantes, dudosas. Uno de ellos, acariciaba su breve barba candado excitando sus porosidades sebáceas a la vez que carraspeaba.

La profesora, saludó mirando el espacio sin dirigir sus ojos a nadie en particular y a la vez a todos, y con una bandita elástica barata juntó su cabello al estilo “cola de caballo”. Su cara lavada, sin maquillaje alguno, reflejaba cierto hastío producto quizá del infernal tránsito callejero de la ciudad de las uvas y de las reinas “hot”.

Apoyó sus puños en la mesa y comenzó a disertar acerca de los principios básicos de los colores primarios, de los colores secundarios, que el prisma, que la descomposición de la luz, que gracias a la luz se descomponen los colores,  y recordaba que ella se descompone gracias a la oscuridad…

El prisma alargado le hizo recordar a ciertas aplicaciones de su profesión. Durante gran parte del día estuvo sentada frente al monitor plano de su computadora trabajando en el diseño de un edificio a construir para un ricachón viñatero amante de los rallys.

Mientras jugueteaba con el prisma entre sus dedos, la diseñadora gráfica y ahora docente de un instituto educativo, dejaba flotar sus pensamientos y volar su imaginación. Luego de cumplir con sus alumnos, vendría la cena en un conocido restaurante de la peatonal mendocina, y el encuentro furtivo repetido con su mecenas y promotor.

Para esa ocasión, su rostro se vería transformado gracias al maquillaje, la producción experimentada de quien a esta edad y en este siglo ya tiene varias millas corridas y experiencias que asombrarían a Marilyn Monroe.

Ahora hablaba suavemente, como siempre, pero tan suave a veces, y por segundos alargando tanto las vocales, que las chicas bajaban la mirada algunas, otras revoleaban la birome entre sus dedos, el más desprolijo de los alumnos atinó a hurgar dentro de su oreja adornada con un arito brillante, con el capuchón blanco de una bic de trazo grueso.

Uno de los morochos se preguntaba si Cabezas, recordado hacedor de fotoperiodismo que pagó con su vida meterse en cuevas de corrupción de la Argentina, habría estudiado los principios básicos de los colores, la gama de los fríos, las escalas cromáticas cálidas, y se lo comentó a su compañero más próximo, un flaco de apariencia delicada y peinado floger, que mostraba su piel tan blanca como un seno que no conoce el sol cada vez que se acomodaba el flequillo hacia un lado.

Mientras el puño desprendido de su camisa cubría nuevamente sus muñecas adornadas con un sinnúmero de gomitas, bandas, pulseras, le explicó que en la época del recordado fotógrafo de Yabrán se justificaba, pero ahora con el auge de la fotografía digital casi no era necesario.

La profesora, ya a un metro de su escritorio escribía algunas cosas en el pizarrón, cada tanto se daba vuelta hacia la clase, ondeando sus caderas y miraba su público ignorando deliberadamente a las chicas.

Justo vio al morocho y al delicado conversando en voz baja, pero fue indulgente con ellos y los premió con una mirada profunda que hizo sonrojar al morocho, quien dejó caer al suelo uno de sus pinceles para agacharse, despacio, levantarlo y evitar la perturbación.

Ella ahora pareció cansarse de la cola de caballo y se hizo rápidamente un grueso rodete que dejaba al descubierto su cuello adornado en la nuca con un par de lunares. Hizo una pausa en su monólogo y quedó en silencio… nadie hablaba y todos la miraban… pasaron algunos segundos en los que si un mosquito culícido portador del virus del dengue atravesaba el espacio aúlico chillando como él sabe, los alumnos se hubieran aturdido.

Es que esta laguna mental era ocupada por el prisma. El prisma, la magia del prisma, el tamaño del prisma, la forma alargada del prisma, y todo lo que se podía hacer con él, como un objeto deseado, mágico.

“¿Dónde estábamos, chiiiicooooos…?”, dijo blandamente la profesora buscando ayuda sin ningún disimulo en ellos, en los chicos. Y justo el más gordito y alegre de la clase le respondió –-“en lo del prisma, los colores, la descompostura, eh… perdón, la descomposición, todo eso…”

Ella agradeció y por fin sonrió no tanto por la ayuda para retomar el tema después de un lapsus sino por la cena comprometida y más que  por la cena por lo que vendría después.

Lo que vendría después, había venido antes, un bimestre, un cuatrimestre o tan sólo unos días antes que comenzaran las clases y cuando el equipo docente se reúne mate de por medio a diagramar los horarios, las materias, en charlas que se prolongan, a veces tediosas, matizadas con algunos comentarios políticos acerca de la traición, de Judas, de Cobos, y varios temas mezclados con los intendentes, las reinas, los asesinatos de mujeres, la última granizada y el precio de las gamelas.

Los ojos de los profesores varones no podían evitar posarse aunque sea por una milésima de segundo en su pronunciado escote, los más disimulados, y varios segundos los caraduras, los que no disimulan.

Esa tarde calurosa su cabello estaba recogido bien arriba, y dejaba caer un mechón sobre  una de sus blancas mejillas. El secretario académico quitó sus ojos del escote y los puso en la pantalla de su celular. Ya era la tercera vez que sonaba y tuvo que atender. 

Su señora esposa le recriminaba la tardanza en responderle, la tardanza en volver al hogar, la tardanza en pagar la última boleta del seguro de uno de los vehículos que tan afanosamente habían comprado y guardaban como tesoros sagrados en el garaje subterráneo.

Pero mientras hablaba con su esposa, o mejor dicho, mientras escuchaba los regaños femeniles provocadores de impotencia masculina, su cerebro estaba en otro lado, y las antenas de su cerebro, sus ojos, se cruzaron desde donde él estaba, alejado tan sólo un par de metros de la mesa de trabajo, con los ojos de la arquitecta que él había recomendado al equipo educativo de la institución.

Fue suficiente, ella también lo miró, fue una fracción de segundo. 

La jefa de departamento, que con su grandiosos glúteos ocupaba la cabecera de la mesa, antigua reina departamental en la década del 70, ahora venida a menos, (o a más, según se vea), se dio cuenta de la maniobra y su semblante se decoloró. Ella también, en la cúspide de su fama, figura y finura, había caído en las trampas del secretario que ahora la miraba por sobre sus gafas dándole el mensaje acostumbrado, sin palabras pero contundente: (“Vos, quedate en el molde…”).

Una vez sorteado el obstáculo hogareño con las mentiras acostumbradas, que por otra parte, del otro lado de la señal se sabían mentiras, se aceptaban mentiras y se fabricaban otras, el secretario aconsejó y más que aconsejó impuso un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente, un cuarto intermedio que fue justamente un cuarto ubicado justo en el medio, entre el instituto y la antigua casa-quinta vecina.

Esa noche no se pudo descomponer la luz porque ésta no era luz solar, no era luz blanca ni blanquecina ni nada que se le parezca, con un fondo de canciones melosas de Barry White, y una tenue luz amarilla en un rincón alejado del cuarto intermedio, toda la gama de colores cálidos y más que cálidos, tórridos, flotaron en el aire, se metieron por los poros, navegaban por las arterias y venas, salían y volvían a entrar, y cuando salían por la ventana entraban impregnados de los perfumes de los nardos del jardín, haciendo creer a la profesora y al secretario que todo sería eterno para los dos, pero tan sólo por un momento, porque áreas más sensatas del cerebro, puestas en guardia, les informaban que esto era pasajero como el viento que comenzaba a soplar en la madrugada ya de Mendoza caliente.

Los alumnos, en grupos, algunos con más facilidad que otros, elaboraban con témpera y agua la gama de celestes, de azules, otros colores del arco iris, y la profesora  paseaba sus caderas entre las mesas, ajustadas  en un pantalón bien ceñido que remarcaba sus líneas corporales.

Se detenía deliberadamente al lado de los muchachos y cuando se iba, el gordito la miraba de arriba abajo, el morocho la escaneaba y el floger meneaba la cabeza. Las chicas, algunas, escondían su indignación, a otra le causaba diversión y alguien se mordía los labios.

Una vez afuera aceleró a fondo, la avenida estaba casi desierta, la cumbia villera al más alto volumen, y el secretario en la mesa del restaurante miraba una y otra vez su celular, miraba su reloj, miraba la pantalla en la pared, masticaba algunos grisines, tomaba un poco de agua gasificada, se tocaba la nariz, bostezaba, mandaba mensajes sin recepción, intentaba alguna llamada….miraba la pantalla del celular, observaba su reloj digital, masticaba su bronca…

(N de la R: Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Los hechos que aquí se relatan son ficticios por eso no se citan los nombres de los protagonistas.)

El que lee, entienda.


Wilson el Aceitoso

martes, 22 de marzo de 2016

EL COFRE DE SISEBUTA

Por Wilson el Aceitoso

Sisebuta encontró un cofre y como no tenía nada se lo llevó a su casa. Estando allí se dijo: Como no tiene nada lo voy a guardar, por si alguien busca lo que tiene, lo que perdió. Aunque si lo perdió no lo tiene, porque el que tiene algo es porque no lo pierde y el que guarda siempre tiene. Al fin de cuentas, si lo guardo al cofre, lo voy a tener, porque lo tengo lo guardo y como lo guardo lo voy a seguir teniendo.

Fue ahí que se encontró con el Doctor Alien Guinter, que caminaba apresurado seguido por sus cuatro hijos en fila india aunque de indios no tienen nada. El doctor llevaba sosteniendo con ambas manos un huevo de ñandú y colgando de uno de sus dedos, sostenido por la manija, un gastado portafolios  de cuero color marrón, el estetoscopio para hacer mamografías colgando de su huesudo cuello.

Los acompañaba manejando un Renault 12 Melogané en una rifa escolar, Nola Peroné, por la Rivadavia en dirección a la montaña y si rodeada de montañas está la ciudad de los abrojos, de los brujos, los gorgojos, las górgolas y las gárgaras.

Se dirigía Sisebuta tratando de pasar desapercibida con tal de no encontrarse con el dueño del cofre que ya era suyo y que quería guardar para que una vez guardado guardara él lo que a ella la hacía guardar y guarda de sus cosas porque ya de suyo era lo que había encontrado en la vía, en la vía pública, impúdicamente trayéndolo estaba y su esfuerzo para no ser vista ni mirada que no es lo mismo una cosa que la otra, no era necesario pues nadie le prestaba ni le donaba ni le regalaba atención alguna, era como si todos estaban en color de alta calidad y ella pasaba la vida en color sepia.

Al comenzar a dirigir su último paso para luego tomar el picaporte de la puerta de entrada a la pensión “El farolito”, algo la distrajo y quedó suspendida tan sólo un segundo o una milésima de segundo y fue cuando tropieza a tres metros de ella el doctor Alien y el huevo voló por el aire, el cofre se le cayó de la mano, se abrió su tapa, esquivó el huevo el pelado de la peluquería, el que siempre te habla a las espaldas, lo rozó la señora que barría la vereda con la punta del palo del escobillón, y fue a parar inaudito, intocable e imparable en su parábola no bíblica… en el cofre que era de mimbre.

Tap! Cerróse el cofre y allá iba rauda contra el viento del sur Sisebuta la muy bruta, con su pañuelo atado a la cabeza sujetándole la cabellera, ondeando para el lado opuesto de su marcha esquizofrénica.

Cuando el doctor terminó de reponerse ayudado por sus críos con quienes intercambiaba frases en galés, miró hacia los tres puntos cardinales, dije tres. Sí, 3, le faltó uno y justamente por ese punto Sisebuta ya se había zambullido de un portazo en su habitación perfumada con malos sahumerios y con una temperatura promedio de 28º, metido con admirada rapidez el cofre en cuestión con el huevo de ñandú dentro.


40 AFTER DAYS O 40 DIAS DESPUES…

Un simpático charabón picoteaba por aquí y por allá, alimentándose de diversa fauna insectívora en el jardín de “El Farolito” pero más que nada de hierbas, y Sisebuta era más feliz que nunca con su mascota Rhea americana de los Reidos. Reía ella, mientras el doctor Alien se dirigía en su vetusto Renault hacia las estepas de Gualjaina con un gastado portafolios  de cuero color marrón, y el estetoscopio para hacer mamografías colgando de su huesudo cuello.




miércoles, 9 de marzo de 2016

RYAN Y LOS BEDUINOS

Yo vivo en Chitengo y no sé ni lo que tengo. Vivo acá pero nací en Tanana, Alaska. Mi cranza de teta me la dio Brigí Bardó en la isla de Papeete en la Polinesia Francesa. Chitengo queda en el área de Gorongoza, un lugar hermoso pero escabroso, cerca de la casa de M`nenzo y del lago Uremia.

Un día me puse a cosechar manzanas en el polvoriento camino de los rifleros que une a Chitengo con la aldea de Mozenbuto, estaba yo con mi amigo Ryan Wesli hijo de Anita, y un par de beduinos que venían de la guerra civil de Los Palmares.

En esa guerra los beduinos pelearon contra los bambinos (seguidores del Bambino Veira) por el control del mercado del Yatay.

Fueron años y años de lucha cuerpo a cuerpo hasta que se terminó el Yatay y entonces tuvieron que comprarlo en Colón, a orillas del río Uruguay.

Esto incrementó el comercio en esas costas y dio lugar a la creación de muchos puestos de trabajo. Estaban los trepadores, (ramo al que pertenecen muchos aunque no trepen palmeras), eran los encargados de subir por el largo tronco de la palmera y cortar el racimo dejándolo caer al piso.

Después actuaban los “loneros” responsables de colocar una lona azul donde caería el cacho. (Sí, era azul y no se permitía otro color). Los loneros siempre estaban en la lona.

A continuación, mientras el trepador  bajaba de la palmera y se dirigía hacia otra y los loneros estaban mirando con los brazos colocados en jarra, los arrancadores hacían eso con el fruto. Eso, para los lelos es que lo desprendían del cacho.

Después, venían los cesteros que ponían los yatays en cestos de mimbre y se los llevaban hasta la camioneta mientras los trepadores, los loneros, los arrancadores miraban muy campantes la escena.

Había muchos otros puestos cuyos nombres todos terminaban en “eros” aunque no eran nada eróticos, y mencionarlos sería muy pesado aquí. Todos ellos estaban afiliados a la UATRE de Momo Benegas, y de esa manera a la CGT unificada de los gordos.

Hubo algunos loneros que querían armar el SULOA (Sindicato Unido de Loneros Argentinos) donde nos se permitía la afiliación a bolivianos ni peruanos, pero los de la UATRE los amenazaron con cortarles los cachos y eso les dio miedo.

“Un poco de miedo puede ser bueno” me decía Ryan y uno de los beduinos esbozó algo así como una sonrisa. Eructó sonoramente el muy maleducado.

El otro se atragantaba con manzanas grandes y rojas y estaba feliz de no tener que pelear por ellas como los Sayhueque, los Calfucurá, los Cumilao o incluso los  Paylemán que prefirieron arrinconarse como piches en día ventoso,  en la sierra que lleva su nombre y cuidar la mojarra desnuda dejando a la Doctora Selva Nortobay que las estudie y las cuide de ser fotografiadas desnudas por fotógrafos impúdicos.

Es que ellos también tuvieron su guerra con los bosquimanos, (con los machos y con las hembras). Los bosquimanos usaban flechas envenenadas con cicuta y ajenjo. Les tenían un odio ancestral a los hombres del Valle de las manzanas porque ellos le habían vendido la manzana envenenada que usaron para atentar contra la vida de Blancanieves. La manzana debidamente preparada fue llevada hasta las costas de la Patagonia desde donde zarpó y cruzó todo el mar para llegar al País de los 7.

Los bosquimanos también odiaban a los manzaneros porque las mujeres de éstos y no de aquellos, tenían los pechos bien grandes y parados como unas manzanas. En cambio, a las bosquimanas se les caían enseguida como las manzanas débiles del árbol caen pronto al piso. “Era una guerra de endivias,” decía recordando el hecho mi amigo Orejuela de las Conchas Minadas y yo le corregía: - “De envidias”. Algo así como una guerra infructuosa pero con lactosa.

Ryan, yo y los beduinos, en ese orden, nos subimos al viejo y desvencijado Land-Rover 4 x 4 apodado “el sonajero” y vadeamos el río Mesuma, Merresta, Memultiplica, el Corinto y después nos pusimos a pescar truchas con señuelos garantizados sin carnada. Ya lo dije: “no sé ni lo que tengo”, así que el vehículo todo terreno, vale aclararlo, es propiedad de Ryan. (Me parece que lo que tengo puesto y la mochila, todo eso es mío, pero no estoy seguro).

Los  beduinos me pidieron que no publique sus nombres porque el ISIS los persigue desde que eran mamaderos. Les dicen así, porque su madre de crianza les daba leche de cabra en mamadera de plástico, los crió juntos aunque no son hermanos, los alimentó pero no los parió, por eso no los amamantó.

Esto en parte explica que los dos son bien cabrones aunque muy buenos disimuladores.

No accederé al pedido de los beduinos,  ellos se llaman Abara`Jame Quemecaigo Sin Deenei y Subí Lameca Leib. Los dos tienen prontuario más que Documento de Identidad y para disimular están bien afeitados y vestidos con jeans y camisas onda zafari.

Tienen zapatillas Salomón, (nuevitas) no sé de dónde las sacaron pero hace un par de noches en Gorongoza City había dos hombres tristemente descalzos yendo para la comisaría.

Yo no confío mucho en ellos, tengo cuidado y están en el grupo porque Ryan les debe plata y en parte para saldar la deuda los trajo a este paseo de aventura por el sur del continente.

Y aunque parezca muy obvio, dado que dijeron que no tienen plata y andan por estas tierras en forma anónima e indocumentada, en la aldea de  Amatongas, donde vive la Vieja Tonga, había dos hombres descamisados por obligación, aunque nunca oyeron hablar del 17 de octubre ni eran peronistas.

Amargados los dos, estaban tratando de explicar a un policía sobornífero, la forma en que arteramente fueron despojados de sus camisas.

Se apersonaron los dos frente al policía que los atendió en la vereda, “ahí no más” como para no comprometerse mucho. Se miraron a los ojos y les dice el policía:

- “Hablen”

- “Venimos a denunciar el robo de dos camisas estilo zafari, una de color verde agua y la otra color caqui.”

- “¿Y quién es el propietario de las camisas?”

(¿No ve, señor obtuso que estamos descamisados?)

- “Nosotros somos los propietarios señor”, respondieron al unísono.

- “Me pueden decir el talle de las camisas?”

Una talle 42 y la otra talle 32, señor respondió uno de ellos respetuosamente.

- “¿Sus nombres?”

- “Columbia, Columbia.”

- “No la marca de las camisas no, sus nombres, cómo se llaman ustedes?”

- “Yo Mobutu Zeze Seco señor, hijo de Mamma Mumma, hij0 de Movete o te Dejoseco, nieto de la Vieja Tonga, hijo de…”

- “Basta, basta, (lo interrumpe abruptamente) le pedí su nombre no su genealogía.”

- “Y dirigiéndose al otro negro le dice: ¿Usted?”

- “Me llamo Casimiro Cienfuegos Apagados Mmembé Soroco Moroco Moco Toco, pero los amigos me dicen Moroco Toco.”

- “¿Terminó?

- “¡Sí señor!”

- “¿De qué se ríe, tengo monos en la cara?”

(No señor mono, usted no tiene monos en la cara, usted es un mono).

- “Bien, señores y cómo y dónde les robaron las camisas. Primero que nada, ¿ustedes estaban juntos, es decir a la misma hora y en el mismo lugar?

- “No señor, estábamos en distintos lugares, responde Mobutu.”

- “A ver, describa.”

- “Yo estaba afuera de la choza calentando un pedazo de jabalí para tomarlo con unos mates amargos y después irme a lo de…”

- “¡No se vaya en detalles que no tienen importancia, remítase al hecho puntual!”

- “Bueno en ese momento vi que la camisa no estaba más en el tender, había desaparecido y corría un remolino levantando polvo, ramas, hojas, cascarudos, langostas, artrópodos…Y ahí salí corriendo para ver si Moroco Toco había sacado la camisa de mi tender, pero en el sendero nos chocamos de frente los dos porque él..”

- “Hable él.”

Responde Moroco Toco y le dice – “yo sentí un aullido entre las ramas  y me fui a ver qué pasaba, si era un gato huiña, un puma, una comadreja, un visón o una visión o una vieja en camisón, y cuando vi que no pasaba nada volví al rancho y miro el tender…”

- “Y qué había pasado?”

- “¡Había desaparecido el tender y la camisa y las bombachas de mi hija y las medias y etcétera!”

- “Ustedes tienen idea de quién pudiera ser el ladrón de sus Columbias?”

- “¡No señor!” Respondieron los dos a la vez, esta vez no fue al unísono, fue a la vez.

- “Bueno lamento no poder tomarles la denuncia señores, porque en esta comisaría no se reciben denuncias por robo de camisas, solamente atendemos asesinatos, degüellos, apariciones de zombies, lanzasos, violaciones, robos de hacienda, apariciones de ovnis, pero robo de ropa no figura en el manual de la comisaría. Así que desaparezcan ahora de mi vista y no quiero verlos nunca más por aquí.”

Ahí Mobutu y Motoco Toco se dieron la vuelta, agachando sus negras cabezas y caminaron cabizbajos con el torso desnudo por las pedregosas calles de la aldea. El comisario cuyo nombre resultó ser nada mas ni nada menos que Mmensaño Conlos Débiles regresó a su oficina olorosa para seguir tomando mate dulce con canela, menta, marimonia y atender el grasoso teléfono sobre su escritorio de coimas cubierto de polvo.

Y ah, ah, ah, ahj


El Valle 16 de octubre,  lucía neblinoso, o cubierto de polvo o del humo de las tortas fritas quemadas que intentaba hacer Marcelo Solís Buenavibra , y nosotros tratando de disimular.

En el fogón que hicimos para cocinar las truchas bienhabidas y celebrar la pesca que incluía honrosamente las devueltas al río Corinto, Subí Lameca (y me bajé una damajuana de tinto), recordaba pausadamente sus pescas de surubí, bagres y bogas en riachos cercanos a Paso de los Libres. No sé si creerle o reventar… de tanto jugo Manaos (horrible) que tomé.

Pero aquí, cerca de Chitengo no hay bagres, (salvo algunos bípedos), ni bogas, aunque hay quienes parecen haberla sacado para toda la vida, y tampoco hay surubíes, pero sí hombres de goma.

Abara James como yo le digo, nos cuenta que peleó en Afganistán, contratado por el Coronel Suvara Cortapapers, allí formaba parte de un grupo especial llamado “Los ratones paranoicos” cuya especialidad era colocar trampas en los lugares que se suponía pasaría el enemigo.

Recuerda mientras mastica ruidosamente, aquella noche que se iluminó con las balas trazantes de los mujahidines y los aleatorios, y cómo ellos peleaban contra aquéllos, junto a los capibaras y los talibanes en un cañadón sin nombre.

Dice haberse quedado solo, de repente, rodeado por 25 soldados enemigos, él tras una roca, en una cavidad, con tan sólo una ametralladora y 24 proyectiles dio cuenta de los enemigos.

Ryan desconfía de la cuenta y le cuestiona que con 24 pudo matar a 25 y con una ametralladora. – “Tenía función tiro a tiro también”, le responde Abara y “esperé que dos hombres estuvieran juntos uno tras el otro para matar dos de un tiro.”

-          “Qué suertudo fuiste”, le agregó Ryan torciendo la boca. –“Suertudo no, Alá me ayudó”, le respondió James. Bien que él es surfista y para eso no sirve este río tan poco profundo, pero sí practica el surfismo en el Indico y en Arabia Saudita, en algunas piletas climatizadas, y el sufismo lo practica cuando tiene ganas, el muy místico.

En Arabia Saudita las piletas son gigantes y se puede andar en lancha.

Ambos beduinos son sunnitas.

En cambio Ryan es hijo de Anita la huerfanita por eso no tiene abuelo y por ende, tampoco tuvo ni tiene abuela el muy Fulgencio.

Y yo, yo argentino.

                                                                                                                                                                                Gibbon Sinja Bone



miércoles, 2 de marzo de 2016

Hubiera querido ser


Doña Filomena de las Nieves del Canto Rodado Tiznado, de aquí en adelante “doña Filomena”; riega el pasto del jardín en el patio florido de su casa, pero en verdad ella hubiera preferido estar sentada en el sillón de caña colihue tallada y adornada con un caminito de los Valles, en sus mullidos almohadones, frente al televisor, haciendo zapping con todos los programas de chimentos de la farándula en la tórrida tarde que se padece o se disfruta según sea el caso, en un día de esos de finales o de principio de año.

Hoy no es día de laburo.

El olor a la grasa de cerdo caliente ella lo tiene fijado en sus fosas nasales.

Con sus 57 años, 7 meses y 7 días de vida, doña Filomena tiene miles de docenas en su haber. El pueblo de Villarica si es que alguna vez lo fue, o sea, si alguna vez fue pueblo como así también si alguna vez fue un pueblo rico, suposiciones que permanecen incrustadas en forma de interrogante en la memoria colectiva, enclavado en el suroeste de una ignota provincia argentina, la ve caminar todas las tardes en alpargatas, bajo los rayos solares, (los UV y de los otros), dirigiendo su humanidad a la costa del río.

No quiere decir que todo el pueblo sale a la calle a la hora en que ella hace ese trayecto, es una manera de decir.

En la costa del río (y adentro de él también), casi todos saben saborear los pasteles fritos de dulce de membrillo que ahí mismo ella amasa, estira, corta, arma y cocina en su puesto móvil “La Virgencita”.
Por la tarde el río se llena de familias y a la hora del mate o del tereré, los pastelitos son algo inevitable.
Pero hoy no es día de laburo por eso nadie descansa.

Se cuenta de un anciano no tan geronte pero siempre nadando contra la corriente, que quiso evitar el mate con pasteles y lo evitó no más.

Siempre hay alguien que hace lo que no hace el resto, o es el resto que no hace lo que hacen los que hacen lo que el otro no hace.

Son algo así como una docena de chicos y chicas de doce a catorce años, que con sus canastos de mimbre repletos de pasteles recorren en ojotas, (o descalzos); (o en zapatillas) o de la forma que se les antoje, la ribera ofreciendo los pasteles almibarados de doña Filomena.

El almíbar se hace con agua y azúcar y doña Filomena lo saboriza con cáscaras de naranja o de limón aunque ninguno de ustedes me lo preguntó ahora que lo pienso.

Sumerge los pasteles una vez cocinados, en una olla con almíbar y luego los adorna con grageas o coco rallado, o chocolate rallado (en este caso tiene que esperar que se enfríen), y pensé que me lo habían preguntado.

Doña Filomena de joven había querido ser contadora, fue a la Universidad donde se recibió de Contadora Pública Nacional y estuvo a punto de desempeñarse como tal en un famoso estudio del Contador Néstor Bui3 y Asociados.

Pero el día de su graduación su esposo la dejó, la dejó viuda. Se murió de repente y entonces lo enterraron en el cementerio, aunque parezca obvio, no a todos los muertos los entierran, a  algunos los creman que es una manera elegante de no decir que los queman.

Así que la pensión de su marido no alcanzaba para cubrir los ingresos y poder hacer záping de por vida, y aunque hubiera querido ser contadora en un estudio contable, tuvo que ser contadora… de pasteles…

Doña Filomena vivía en un barrio de quintas lo que equivaldría a vivir en esta década perdida en el tiempo, en los suburbios, ella deseaba vivir en un country, eso hubiera querido, pero no pudo, entonces vive en el barrio “Los alpargatas” que está a pocas cuadras del río, un barrio de la humilde costanera villaricense.
No sé si reír o llorar, pero no me importa. Sé toda esta historia porque no sé nada y como no sé nada soy inteligente y además el cuento sigue.

Doña Filomena hubiera querido casarse y tuvo la oportunidad de volver a hacerlo luego de un baile del dos por cuatro, (pagabas dos, te daban cuatro) en una noche de copas, el candidato se esfumó como el humo de su cigarrillo, y nunca más volvió a olerlo…  ni a verlo.

En ese entonces el gobierno puso en marcha un plan de jefas de barrio y en el suyo había tres candidatas para el cargo remunerado: Juanita Chávez de la Ostia, Gloria Putin y Filomena de las Nieves del Canto Rodado Tiznado.

La elección barrial se llevó a cabo en un día lluvioso y zapatillas embarradas. Filomena perdió por un voto y medio. Y medio porque el señor que votó ese día tuvo una hemiplejía, por lo cual su voto no se contó como entero sino medio voto, fue lo que decidió la junta del barrio Las Alpargatas, de Villarrica, que queda cerca de Ascochinga, a un tiro de piedra de Quemú-Quemú, que está a ciento noventa y nueve kilómetros de Toro Quemado.

Don Felidoro esa semana se contagió de gripe, pero solamente le tomó medio cuerpo… por la hemiplejía. Este anciano es el mismo que se privó del mate con pasteles y lo reemplazaba por cerveza tibia bajo los punzantes rayos solares. Una cerveza privada.

Para ahogar otra pena, en este caso no alcanzaba la lluvia, así que doña pasó a una panadería buscando pasteles, pero pasteles no había, la panadera le respondía escupiendo las palabras y abriendo grandes los ojos de tal forma que parecían dos huevos blancos hervidos.

Ese día se le ocurrió hacer pasteles para vender.

Doña Filomena lamentando lo que pudo ser



Los primeros pasteles que cocinó fueron enviados a Palestina, para la intifada, en tiempos de Arafat.
Los perfeccionó luego de muchos litros y litros de grasa y kilos y kilos de harina, y desde ese día tuvo éxito con los pasteles.

Su nieto, Olidoro Fuertes Nausea Bundos es uno de los niños que venden pasteles en el río, aunque él hubiera querido ser futbolista pero no llegó ni a alcanzapelotas, porque nunca fue a la cancha aunque hubiera querido y nunca jugó al fútbol aunque hubiera deseado.

Está la linda del pueblo que toma tereré con unas amigas a la sombra del monumento que homenajea a los pasteliteros.

El emprendimiento de doña Filomena, aquella señora que se recibió de Contadora pero se gana la vida vendiendo pastelitos en la costa del río Algarrobo Rojo, en Villarica donde viven muchos pobres y que se ubica cerca de Almohada del Perro y a cien kilómetros del cruce a Paso de las Pulgas, cerca de Quemú-Quemú.


Wilson el Aceitoso