jueves, 31 de marzo de 2016

NOVELA DEL FABIAN CALLE


Entró muy rápido al aula dejando una estela de perfume penetrante por los pasillos y ondeando su larga y rubia cabellera. Los varones se cruzaron miradas cómplices pero distantes, dudosas. Uno de ellos, acariciaba su breve barba candado excitando sus porosidades sebáceas a la vez que carraspeaba.

La profesora, saludó mirando el espacio sin dirigir sus ojos a nadie en particular y a la vez a todos, y con una bandita elástica barata juntó su cabello al estilo “cola de caballo”. Su cara lavada, sin maquillaje alguno, reflejaba cierto hastío producto quizá del infernal tránsito callejero de la ciudad de las uvas y de las reinas “hot”.

Apoyó sus puños en la mesa y comenzó a disertar acerca de los principios básicos de los colores primarios, de los colores secundarios, que el prisma, que la descomposición de la luz, que gracias a la luz se descomponen los colores,  y recordaba que ella se descompone gracias a la oscuridad…

El prisma alargado le hizo recordar a ciertas aplicaciones de su profesión. Durante gran parte del día estuvo sentada frente al monitor plano de su computadora trabajando en el diseño de un edificio a construir para un ricachón viñatero amante de los rallys.

Mientras jugueteaba con el prisma entre sus dedos, la diseñadora gráfica y ahora docente de un instituto educativo, dejaba flotar sus pensamientos y volar su imaginación. Luego de cumplir con sus alumnos, vendría la cena en un conocido restaurante de la peatonal mendocina, y el encuentro furtivo repetido con su mecenas y promotor.

Para esa ocasión, su rostro se vería transformado gracias al maquillaje, la producción experimentada de quien a esta edad y en este siglo ya tiene varias millas corridas y experiencias que asombrarían a Marilyn Monroe.

Ahora hablaba suavemente, como siempre, pero tan suave a veces, y por segundos alargando tanto las vocales, que las chicas bajaban la mirada algunas, otras revoleaban la birome entre sus dedos, el más desprolijo de los alumnos atinó a hurgar dentro de su oreja adornada con un arito brillante, con el capuchón blanco de una bic de trazo grueso.

Uno de los morochos se preguntaba si Cabezas, recordado hacedor de fotoperiodismo que pagó con su vida meterse en cuevas de corrupción de la Argentina, habría estudiado los principios básicos de los colores, la gama de los fríos, las escalas cromáticas cálidas, y se lo comentó a su compañero más próximo, un flaco de apariencia delicada y peinado floger, que mostraba su piel tan blanca como un seno que no conoce el sol cada vez que se acomodaba el flequillo hacia un lado.

Mientras el puño desprendido de su camisa cubría nuevamente sus muñecas adornadas con un sinnúmero de gomitas, bandas, pulseras, le explicó que en la época del recordado fotógrafo de Yabrán se justificaba, pero ahora con el auge de la fotografía digital casi no era necesario.

La profesora, ya a un metro de su escritorio escribía algunas cosas en el pizarrón, cada tanto se daba vuelta hacia la clase, ondeando sus caderas y miraba su público ignorando deliberadamente a las chicas.

Justo vio al morocho y al delicado conversando en voz baja, pero fue indulgente con ellos y los premió con una mirada profunda que hizo sonrojar al morocho, quien dejó caer al suelo uno de sus pinceles para agacharse, despacio, levantarlo y evitar la perturbación.

Ella ahora pareció cansarse de la cola de caballo y se hizo rápidamente un grueso rodete que dejaba al descubierto su cuello adornado en la nuca con un par de lunares. Hizo una pausa en su monólogo y quedó en silencio… nadie hablaba y todos la miraban… pasaron algunos segundos en los que si un mosquito culícido portador del virus del dengue atravesaba el espacio aúlico chillando como él sabe, los alumnos se hubieran aturdido.

Es que esta laguna mental era ocupada por el prisma. El prisma, la magia del prisma, el tamaño del prisma, la forma alargada del prisma, y todo lo que se podía hacer con él, como un objeto deseado, mágico.

“¿Dónde estábamos, chiiiicooooos…?”, dijo blandamente la profesora buscando ayuda sin ningún disimulo en ellos, en los chicos. Y justo el más gordito y alegre de la clase le respondió –-“en lo del prisma, los colores, la descompostura, eh… perdón, la descomposición, todo eso…”

Ella agradeció y por fin sonrió no tanto por la ayuda para retomar el tema después de un lapsus sino por la cena comprometida y más que  por la cena por lo que vendría después.

Lo que vendría después, había venido antes, un bimestre, un cuatrimestre o tan sólo unos días antes que comenzaran las clases y cuando el equipo docente se reúne mate de por medio a diagramar los horarios, las materias, en charlas que se prolongan, a veces tediosas, matizadas con algunos comentarios políticos acerca de la traición, de Judas, de Cobos, y varios temas mezclados con los intendentes, las reinas, los asesinatos de mujeres, la última granizada y el precio de las gamelas.

Los ojos de los profesores varones no podían evitar posarse aunque sea por una milésima de segundo en su pronunciado escote, los más disimulados, y varios segundos los caraduras, los que no disimulan.

Esa tarde calurosa su cabello estaba recogido bien arriba, y dejaba caer un mechón sobre  una de sus blancas mejillas. El secretario académico quitó sus ojos del escote y los puso en la pantalla de su celular. Ya era la tercera vez que sonaba y tuvo que atender. 

Su señora esposa le recriminaba la tardanza en responderle, la tardanza en volver al hogar, la tardanza en pagar la última boleta del seguro de uno de los vehículos que tan afanosamente habían comprado y guardaban como tesoros sagrados en el garaje subterráneo.

Pero mientras hablaba con su esposa, o mejor dicho, mientras escuchaba los regaños femeniles provocadores de impotencia masculina, su cerebro estaba en otro lado, y las antenas de su cerebro, sus ojos, se cruzaron desde donde él estaba, alejado tan sólo un par de metros de la mesa de trabajo, con los ojos de la arquitecta que él había recomendado al equipo educativo de la institución.

Fue suficiente, ella también lo miró, fue una fracción de segundo. 

La jefa de departamento, que con su grandiosos glúteos ocupaba la cabecera de la mesa, antigua reina departamental en la década del 70, ahora venida a menos, (o a más, según se vea), se dio cuenta de la maniobra y su semblante se decoloró. Ella también, en la cúspide de su fama, figura y finura, había caído en las trampas del secretario que ahora la miraba por sobre sus gafas dándole el mensaje acostumbrado, sin palabras pero contundente: (“Vos, quedate en el molde…”).

Una vez sorteado el obstáculo hogareño con las mentiras acostumbradas, que por otra parte, del otro lado de la señal se sabían mentiras, se aceptaban mentiras y se fabricaban otras, el secretario aconsejó y más que aconsejó impuso un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente, un cuarto intermedio que fue justamente un cuarto ubicado justo en el medio, entre el instituto y la antigua casa-quinta vecina.

Esa noche no se pudo descomponer la luz porque ésta no era luz solar, no era luz blanca ni blanquecina ni nada que se le parezca, con un fondo de canciones melosas de Barry White, y una tenue luz amarilla en un rincón alejado del cuarto intermedio, toda la gama de colores cálidos y más que cálidos, tórridos, flotaron en el aire, se metieron por los poros, navegaban por las arterias y venas, salían y volvían a entrar, y cuando salían por la ventana entraban impregnados de los perfumes de los nardos del jardín, haciendo creer a la profesora y al secretario que todo sería eterno para los dos, pero tan sólo por un momento, porque áreas más sensatas del cerebro, puestas en guardia, les informaban que esto era pasajero como el viento que comenzaba a soplar en la madrugada ya de Mendoza caliente.

Los alumnos, en grupos, algunos con más facilidad que otros, elaboraban con témpera y agua la gama de celestes, de azules, otros colores del arco iris, y la profesora  paseaba sus caderas entre las mesas, ajustadas  en un pantalón bien ceñido que remarcaba sus líneas corporales.

Se detenía deliberadamente al lado de los muchachos y cuando se iba, el gordito la miraba de arriba abajo, el morocho la escaneaba y el floger meneaba la cabeza. Las chicas, algunas, escondían su indignación, a otra le causaba diversión y alguien se mordía los labios.

Una vez afuera aceleró a fondo, la avenida estaba casi desierta, la cumbia villera al más alto volumen, y el secretario en la mesa del restaurante miraba una y otra vez su celular, miraba su reloj, miraba la pantalla en la pared, masticaba algunos grisines, tomaba un poco de agua gasificada, se tocaba la nariz, bostezaba, mandaba mensajes sin recepción, intentaba alguna llamada….miraba la pantalla del celular, observaba su reloj digital, masticaba su bronca…

(N de la R: Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Los hechos que aquí se relatan son ficticios por eso no se citan los nombres de los protagonistas.)

El que lee, entienda.


Wilson el Aceitoso

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