Entró muy rápido al aula dejando
una estela de perfume penetrante por los pasillos y ondeando su larga y rubia cabellera. Los varones se cruzaron miradas cómplices pero distantes, dudosas. Uno
de ellos, acariciaba su breve barba candado excitando sus porosidades sebáceas
a la vez que carraspeaba.
La profesora, saludó mirando el
espacio sin dirigir sus ojos a nadie en particular y a la vez a todos, y con
una bandita elástica barata juntó su cabello al estilo “cola de caballo”. Su
cara lavada, sin maquillaje alguno, reflejaba cierto hastío producto quizá del
infernal tránsito callejero de la ciudad de las uvas y de las reinas “hot”.
Apoyó sus puños en la mesa y
comenzó a disertar acerca de los principios básicos de los colores primarios,
de los colores secundarios, que el prisma, que la descomposición de la luz, que
gracias a la luz se descomponen los colores,
y recordaba que ella se descompone gracias a la oscuridad…
El prisma alargado le hizo
recordar a ciertas aplicaciones de su profesión. Durante gran parte del día
estuvo sentada frente al monitor plano de su computadora trabajando en el
diseño de un edificio a construir para un ricachón viñatero amante de los
rallys.
Mientras jugueteaba con el prisma
entre sus dedos, la diseñadora gráfica y ahora docente de un instituto
educativo, dejaba flotar sus pensamientos y volar su imaginación. Luego de
cumplir con sus alumnos, vendría la cena en un conocido restaurante de la
peatonal mendocina, y el encuentro furtivo repetido con su mecenas y promotor.
Para esa ocasión, su rostro se
vería transformado gracias al maquillaje, la producción experimentada de quien
a esta edad y en este siglo ya tiene varias millas corridas y experiencias que
asombrarían a Marilyn Monroe.
Ahora hablaba suavemente, como
siempre, pero tan suave a veces, y por segundos alargando tanto las vocales,
que las chicas bajaban la mirada algunas, otras revoleaban la birome entre sus
dedos, el más desprolijo de los alumnos atinó a hurgar dentro de su oreja
adornada con un arito brillante, con el capuchón blanco de una bic de trazo
grueso.
Uno de los morochos se preguntaba
si Cabezas, recordado hacedor de fotoperiodismo que pagó con su vida meterse en
cuevas de corrupción de la Argentina, habría estudiado los principios básicos de
los colores, la gama de los fríos, las escalas cromáticas cálidas, y se lo
comentó a su compañero más próximo, un flaco de apariencia delicada y peinado floger, que mostraba su piel tan blanca
como un seno que no conoce el sol cada vez que se acomodaba el flequillo hacia
un lado.
Mientras el puño desprendido de
su camisa cubría nuevamente sus muñecas adornadas con un sinnúmero de gomitas,
bandas, pulseras, le explicó que en la época del recordado fotógrafo de Yabrán
se justificaba, pero ahora con el auge de la fotografía digital casi no era
necesario.
La profesora, ya a un metro de su
escritorio escribía algunas cosas en el pizarrón, cada tanto se daba vuelta
hacia la clase, ondeando sus caderas y miraba su público ignorando
deliberadamente a las chicas.
Justo vio al morocho y al
delicado conversando en voz baja, pero fue indulgente con ellos y los premió
con una mirada profunda que hizo sonrojar al morocho, quien dejó caer al suelo
uno de sus pinceles para agacharse, despacio, levantarlo y evitar la perturbación.
Ella ahora pareció cansarse de la
cola de caballo y se hizo rápidamente un grueso rodete que dejaba al
descubierto su cuello adornado en la nuca con un par de lunares. Hizo una pausa
en su monólogo y quedó en silencio… nadie hablaba y todos la miraban… pasaron
algunos segundos en los que si un mosquito culícido portador del virus del
dengue atravesaba el espacio aúlico chillando como él sabe, los alumnos se
hubieran aturdido.
Es que esta laguna mental era
ocupada por el prisma. El prisma, la magia del prisma, el tamaño del prisma, la
forma alargada del prisma, y todo lo que se podía hacer con él, como un objeto deseado,
mágico.
“¿Dónde estábamos, chiiiicooooos…?”, dijo blandamente la profesora
buscando ayuda sin ningún disimulo en ellos, en los chicos. Y justo el más
gordito y alegre de la clase le respondió –-“en
lo del prisma, los colores, la descompostura, eh… perdón, la descomposición,
todo eso…”
Ella agradeció y por fin sonrió
no tanto por la ayuda para retomar el tema después de un lapsus sino por la
cena comprometida y más que por la cena
por lo que vendría después.
Lo que vendría después, había
venido antes, un bimestre, un cuatrimestre o tan sólo unos días antes que
comenzaran las clases y cuando el equipo docente se reúne mate de por medio a
diagramar los horarios, las materias, en charlas que se prolongan, a veces
tediosas, matizadas con algunos
comentarios políticos acerca de la traición, de Judas, de Cobos, y varios temas
mezclados con los intendentes, las reinas, los asesinatos de mujeres, la última
granizada y el precio de las gamelas.
Los ojos de los profesores
varones no podían evitar posarse aunque sea por una milésima de segundo en su
pronunciado escote, los más disimulados, y varios segundos los caraduras, los
que no disimulan.
Esa tarde calurosa su cabello
estaba recogido bien arriba, y dejaba caer un mechón sobre una de sus blancas mejillas. El secretario
académico quitó sus ojos del escote y los puso en la pantalla de su celular. Ya
era la tercera vez que sonaba y tuvo que atender.
Su señora esposa le
recriminaba la tardanza en responderle, la tardanza en volver al hogar, la
tardanza en pagar la última boleta del seguro de uno de los vehículos que tan
afanosamente habían comprado y guardaban como tesoros sagrados en el garaje subterráneo.
Pero mientras hablaba con su
esposa, o mejor dicho, mientras escuchaba los regaños femeniles provocadores de
impotencia masculina, su cerebro estaba en otro lado, y las antenas de su
cerebro, sus ojos, se cruzaron desde donde él estaba, alejado tan sólo un par
de metros de la mesa de trabajo, con los ojos de la arquitecta que él había
recomendado al equipo educativo de la institución.
Fue suficiente, ella también lo
miró, fue una fracción de segundo.
La jefa de departamento, que con su
grandiosos glúteos ocupaba la cabecera de la mesa, antigua reina departamental
en la década del 70, ahora venida a menos, (o a más, según se vea), se dio
cuenta de la maniobra y su semblante se decoloró. Ella también, en la cúspide
de su fama, figura y finura, había caído en las trampas del secretario que
ahora la miraba por sobre sus gafas dándole el mensaje acostumbrado, sin
palabras pero contundente: (“Vos, quedate
en el molde…”).
Una vez sorteado el obstáculo
hogareño con las mentiras acostumbradas, que por otra parte, del otro lado de
la señal se sabían mentiras, se aceptaban mentiras y se fabricaban otras, el
secretario aconsejó y más que aconsejó impuso un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente, un cuarto intermedio
que fue justamente un cuarto ubicado justo en el medio, entre el instituto y la
antigua casa-quinta vecina.
Esa noche no se pudo descomponer
la luz porque ésta no era luz solar, no era luz blanca ni blanquecina ni nada
que se le parezca, con un fondo de canciones melosas de Barry White, y una
tenue luz amarilla en un rincón alejado del cuarto intermedio, toda la gama de
colores cálidos y más que cálidos, tórridos, flotaron en el aire, se metieron
por los poros, navegaban por las arterias y venas, salían y volvían a entrar, y
cuando salían por la ventana entraban impregnados de los perfumes de los nardos
del jardín, haciendo creer a la profesora y al secretario que todo sería eterno
para los dos, pero tan sólo por un momento, porque áreas más sensatas del
cerebro, puestas en guardia, les informaban que esto era pasajero como el
viento que comenzaba a soplar en la madrugada ya de Mendoza caliente.
Los alumnos, en grupos, algunos
con más facilidad que otros, elaboraban con témpera y agua la gama de celestes,
de azules, otros colores del arco iris, y la profesora paseaba sus caderas entre las mesas, ajustadas
en un pantalón bien ceñido que remarcaba
sus líneas corporales.
Se detenía deliberadamente al
lado de los muchachos y cuando se iba, el gordito la miraba de arriba abajo, el
morocho la escaneaba y el floger meneaba la cabeza. Las chicas, algunas,
escondían su indignación, a otra le causaba diversión y alguien se mordía los
labios.
Una vez afuera aceleró a fondo,
la avenida estaba casi desierta, la cumbia villera al más alto volumen, y el
secretario en la mesa del restaurante miraba una y otra vez su celular, miraba
su reloj, miraba la pantalla en la pared, masticaba algunos grisines, tomaba un
poco de agua gasificada, se tocaba la nariz, bostezaba, mandaba mensajes sin
recepción, intentaba alguna llamada….miraba la pantalla del celular, observaba
su reloj digital, masticaba su bronca…
(N de la R: Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Los hechos que aquí se relatan son ficticios por eso no se citan los nombres de los protagonistas.)
El que lee, entienda.
Wilson el Aceitoso
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