Nota del redactor: Este cuento es para leerlo a la luz de una
vela. Contraindicaciones: no apto para personas sensibles… a la luz.
Un bólido sulfuroso atravesó el cielo nocturno desprovisto de
nubes. Las agujas de los relojes se detuvieron unos segundos y los relojes
digitales enloquecieron. En silencio, Bolowill, maltrataba su caballo cruzando
el mallín frente al cerro Nahuel Pan llevando una bolsa de celofán repleta de hollín
para colocar en las plantas, como abono. El no tenía reloj.
Quedó tieso y no fue necesario frenar la marcha del equino,
con la boca abierta y la piel de gallina, su aliento vaporoso dibujó algo no
definido en el aire gélido del sur mientras sus ojos desorbitados miraban la
extraña señal nocturna.
Un mosquito, sobreviviente de estos días helados, vino
volando directamente en dirección a la bocaza abierta de par en par, y a cinco
centímetros de ella, cuando entró en la influencia de la atmósfera oral, se
desvaneció y cayó pesadamente al suelo.
Luego, silencio, unos pocos segundos. Antes, el bólido
desapareció así como había entrado en el plano visual de Bolowill y muchos más
que no sabemos ni sabremos nunca. El escuálido Rocinante retomó la marcha y los
perros comenzaron a aullar, los chimangos chillaban como si fuera el último
día, o la última noche, (lo que corresponda), los grillos aturdían con sus
violines desafinados, los teros tocaban por enésima vez la única partitura
conocida por ellos y por todos, y los mugidos de las vacas, los gemidos
torunos, los balidos ovejunos y los relinchos de los caballos y de las yegüas
estremecieron como nunca al jinete del mallín y la noche se pobló de fantasmas.
“El mundo no ha
cambiado nada, desde que vino el Mesías, solamente la ropa y antes andábamos a
caballo y ahora en auto”, decía Enriqueto Morales amigo de Bolowil y éste lo repetía cuando no
sabía qué decir, ni qué hacer, ni qué pensar.
La última vez que Bolo como le decían sus contados amigos que
para contarlos sobraban los dedos de una mano, o sea, tenía tres amigos en todo
el planeta contando Marte, Venus, Júpiter, los planetas que no tengo ganas de
nombrar, y los que se descubran de ahora en adelante. La última vez que Bolo
había ido a consultar al médico en el Hospital Zonal fue obligado. Obligado a
sacarse la ropa, obligado a bañarse, obligado a hacer pis en un frasco y
dejarse sacar sangre del brazo y obligado a dejar que le perforen uno de los
glúteos con antibióticos.
El médico, mirándolo por sobre sus gafas, (no sé por qué no
se las sacó directamente), y desde prudencial distancia, le dijo que para su
edad estaba excedido de peso, que tenía que comer menos carne, menos pan, menos
sal, menos azúcar y le prohibió la papa, las tortas fritas, los fideos, el vino
tinto.
De todas las indicaciones médicas, por supuesto que Bolo no
obedeció ninguna porque cuando algo se corta por lo sano no se corta nada, se
prohíbe y es peor para gente como este jinete curtido por el tiempo, por el
viento, por la grasa, el humo y el vino.
Ahora, a pesar de la noche podía notar cómo su destartalado y
raquítico caballo hundía sus patas varios centímetros en el barro haciendo muy
penoso el transitar y dejando profundos hollos en el mallín mientras los perros
seguían aullando y el viento entonces se contagió y también aullaba entre las ramas
secas de los sauces y los calafates, para no ser menos. No, entre otros
arbustos no aullaba, por eso no lo puse.
“Qué lo parió…” masculló Bolo y Rocinante relinchó
sacudiendo su enorme cabeza donde se habían colocado enormes ojos grandes como
huevos de pato hervidos y sin cáscara, que reflejaban la poca luz existente en
la atmósfera y miraban en todas direcciones como los ojos retráctiles del
camaleón.
A la distancia se veía un rancho iluminado cuya luz hogareña
alcanzaba para deducir que muy posiblemente había alguna persona humana real en
él, y para divisar el humo blanco que salía de la chimenea y trepaba algunos
metros desvaneciéndose penosamente en el valle, recortado contra la montaña
nevada, bajo un cielo tachonado de estrellas, meteoritos, basura espacial,
satélites, drones y aviones espías de la RAF.
Hacia el rancho enderezó la marcha Bolo arriba de su caballo,
ahora transitando por un camino arenoso que debía atender por los pozos que
pululaban aquí y allá, pozos que los tucu-tucu fabrican porque no tienen otra
cosa que hacer aparte de procrear, comer y abonar el suelo.
En el morral que no es el morral de los maricones sino el que
usan los gauchos desde siempre, llevaba Bolo una bolsa con manzanas y una
botella de ginebra, un pedazo de queso con agujeritos, pan viejo y duro, una
lata de picadillo Swift y un abrelatas por si acaso… por si acaso hay que
usarlo.
El sombrero o lo que quedaba de él parecía la parte superior
de un hongo de aquellos que dibujan los dibujantes de los cuentos infantiles, todo
oblongo, blando, blandengue y ondulado, amojosado y oloroso sombrero que si lo
perdía no tenía con qué cubrir su pelada cabeza y si lo dejaba caer nadie lo
tomaría para usarlo. El sombrero iba ubicado en la parte superior de la
humanidad si así se pudiera decir de la redondeada silueta del jinete, donde
lleva la cabeza.
El poncho hecho con bolsas de arpillera, bolsas de papa,
forrado con sachets de plástico que antes tenían leche no negaban para nada
aquello para lo que originalmente fueron usados, tal es así que los primeros
días que Bolo lo usó, los gatos lo seguían acechando por los rincones y tras
las matas pajerosas del campo, esperando el momento en donde haga una parada y
se duerma, para lamer los plásticos lechosos.
La parte de plástico se colocaba para afuera y hacía del
poncho, un poncho impermeable. Bolo comentaba a sus amigos que lo había
encargado (al poncho) a Doña Sinforosa Dolores Delgado, esposa de Juan Botella,
el que hacía honor a su apellido consumiendo botellas y botellas de tinto, hasta
que no se envasó más el vino en botellas sino en cajas tetrabrick.
Quiero decir que siguió tomando de la espirituosa bebida a
pesar del cambio en el envase, y entonces Doña Dolores que éstos tenía y cada
día nuevos y si no los tenía los inventaba, los utilizó para forrar las paredes
del rancho y así evitar que se filtre el atrevido viento patagónico por las
paredes de madera.
El lechero, Don Goyo Ovillo no trajo la leche al domicilio
del rancho sino hasta que se vendieron todas las vacas del campo, todas las que
no se murieron, por falta de vacunas, de
atención, de agua, de comida, y dejó de hacerlo una vez que se murió él. Muerto
Don Goyo, se hizo un ovillo y así lo enterraron, por eso no lo pusieron en un
cajón sino en un barril, y ya no repartió más leche y fue que después llegaron
los sachets. De ahí vino el poncho.
A los sachets había que buscarlos en el boliche que estaba
como a una legua y media del rancho de Doña Dolores y Don Juan Botella. Cada
vez que la señora iniciaba el viaje, lo iniciaba antes de hacerlo, o sea al
comienzo, y de mañana, y de regreso regresaba como para las once pero ella no
sabía la hora, no sabía leer, no tenía reloj y además no le importaba.
Traía las cosas que compraba con algunos mugrosos billetes de
la pensión y de las ventas de bolos de caballos y de vacas para los jardines de
las señoras gordas del pueblo, del otro lado de la montaña. No, ponchos no
vendía porque el único que hizo fue para Bolowill. Las traía sobre su espalda,
encorvada, en un pedazo raído de tela vieja que en cualquier momento se podía
rajar y perder todo por el camino si es que se le puede llamar camino a una
huella hecha por liebres y guanacos entre espinos negros, neneos, uñas de gato
y coirones blancos.
Una vez, se fue a buscar los vicios y Don Botella recién se
estaba levantando del catre, pero cuando ella llegó al rancho vio que no salía
humo por la chimenea y que había unos cóndores planeando en círculos sobre el
rancho.
Se persignó presintiendo lo peor, se persignó sin saber por
qué ni para qué igual que muchos que lo hacen cuando pasan frente a una imagen
religiosa o frente a las capillas.
Cuando llegó al rancho, Don Juan estaba sentado en el catre
que más que catre era un camastro y más que camastro era como una cucha de perro
por la cantidad de trapos grises, negros y oscuros que tenía.
Doña Dolores abrió la puerta si es que algo así como varias
maderas mal clavadas unas contra otras con bisagras de neumático y cueros
gastados se le puede decir, la abrió despacio y mientras la abría salían de
esos cueros unos lamentos, chirriando. Se acercó despacio al catre, muy
despacio, Don Juan miraba hacia la ventana que estaba abierta y la cortina si
es que se le puede decir cortina a un pedazo de plástico desteñido, ondeaba.
Tuvo que darse la vuelta porque a los llamados el viejo no
respondía, lo tocó, temerosa, lo miró, vio esos ojos abiertos mirando a la
nada, estaba frío y duro, ella calculó que habían pasado como seis horas que
había muerto sentado ahí. Y ahí lo dejó sentado. Pero calculó aunque no tenía
reloj.
Desde ese día Doña Delgado se mudó a otro rancho pero todas
las tardes venía allí donde vivió con Don Botella, encendía el fuego y prendía
una lámpara. Es inexplicable cómo nunca se incendió el rancho por eso no lo puedo
explicar ni pienso ponerme a pensar en ello.
Y Bolowill seguía cabalgando en dirección al rancho luminoso
y humeador, sin saber las novedades con las que se iba a topar. Su cuchilla de
treinta centímetros de largo, con empuñadura tallada, venía ubicada debajo de
su cinto, justamente a la altura de la cintura, guardada en una vaina de cuero
de caballo, por si las moscas, aunque de noche no hay moscas.
Se bajó pesadamente del caballo, un murciélago que venía como
una flecha lo esquivó, pero no como para no raspar el sombrero y hacerlo caer
al piso. Lo levantó, se lo volvió a ajustar en la cabeza y dejó a su caballo
sin atar que ni fuerzas para escaparse tenía, era por eso que no se iba a ir y
no porque fuera fiel a su dueño que hay que decirlo, lo había robado de un
campo vecino.
Ingresó al rancho porque la puerta se abrió sola, (esta vez
no chirrió aunque sería apropiado para el momento) y entró, vio el fuego, vio
la luz, por unos instantes quedó inmóvil, lo único que se movía de su cuerpo
eran sus ojos que casi se le salían de las órbitas, o sea, estaba desorbitado,
turbado, anodadado, abombado (como siempre), aturdido, percudido, sorprendido.
No sabemos qué más vio Bolowill, porque de repente giró sobre
sus talones, atravesó la puerta como un meteoro, saltaron por el aire las
tablas, de un salto cayó sobre el pobre caballo, tomó las riendas, lo azuzó con
sus talones y en medio de la noche comenzaron un galope furioso en dirección a
la nada, lo vimos (a pesar de la oscuridad) atravesando una laguna, gritando él
y su caballo relinchando enloquecido, chapoteando el agua helada, luego
corriendo por un arenal, bajando a un cañadón, subirlo de nuevo levantando
polvareda, galopando como un demonio por los senderos entre las lengas achaparradas
y en bandera, vadeando un río, después un arroyo, subiendo un cerro,
atravesando valles, quebradas, lagunas, cañadones, mallines, arenales,
pedregales, montañas; y nunca más volvimos a verlos.
Los fantasmas estaban ahí, asegurándose que nadie perturbe la
quietud del rancho de Don Juan Botella y Doña Sinforosa Dolores Delgado que si
no tenía dolores, los inventaba para tener de qué hablar.
“Queda prohibida toda reproducción por
cualquier medio de este cuento eximio, inédito, e impoluto, sea por fotocopia,
extencil, copia a mano, copia con dictado, escaneo, fotografía, lectura en voz
alta para grabarlo en disco compacto o pendrive, caset o minicaset, como
asimismo queda terminantemente prohibido leerlo en voz alta para filmarlo, o
para pasarlo como un archivo de sonido mp3.
La persona que viole esta disposición será
multada con trabajos comunitarios nocturnos en Valle Chico, en época invernal,
en el predio del rancho de Doña Sinforosa Dolores Delgado, la que si no tenía
dolores los inventaba y si no los inventaba los copiaba, que era esposa de Don
Juan Botella y clienta del lechero Goyo Ovillo, los dos únicos que mueren en
este cuento, y se sospecha además, que era amiga de Bolowill a espaldas de Don
Juan, pero no hay indicios como para acusarlos de nada por el momento y hasta
el día de hoy.”
PD: Se conocieron a último momento los nombres
de los amigos de Bolowill al que cariñosamente llamaban “Bolo”, por su parecido
físico con los bolos de escarabajos patagónicos:
Tremendeo
Exageratis,
El que siempre pescaba peces grandes pero nunca los compartía, el que siempre
conquistaba la china más sexy y linda de los campos pero no la podía presentar
porque se había ido de viaje a alguna o ninguna parte.
Clodomiro
Nahuelcheo Siemprecheo: El amigo que vivía lejos del pago, que pedía prestado y nunca
devolvía, que traía tres chorizos para agregar al asado y una botella de agua
de la laguna, pero comía como mínimo ocho chorizos y un kilo de asado y se
guardaba bajo el poncho un sanguche o choripán por si le daba hambre a la
vuelta. Se tomaba todo el vino que podía.
Teodoro
Lamido.
El que se peinaba para el costado y nunca se supo qué se ponía en el pelo, pero
lo tenía brilloso, aplastado y capaz de enfrentar las ráfagas más violentas del
viento aullador patagónico. El que contaba chistes y se olvidaba cómo terminar.
Se sospechaba que era amigo íntimo de Doña Dolores a espaldas de Don Juan, de
Clodomiro, de Tremendeo y del mismísimo Bolowill.
Los tres murieron ya: Tremendeo fue
atropellado por La Trochita pero él supo que fue atropellado por el Tren Bala.
Clodomiro murió atragantado en un asado de una señalada, y Lamido se murió de
la risa cuando cayó sobre un charco de grasa y los perros comenzaron a lamerlo,
no aguantó las cosquillas.
THE END
Wilson el Aceitoso