martes, 22 de noviembre de 2016

La reina sin colmena

- “¿Te llevo los “útiles”?”
Inútil pregunta de un púber enamorado a la salida del colegio donado por Roger Balet.
Ella, blanca, esbelta delgadez sigue, incólume, impertérrita e indiferente, su rutina trazada anticipada y obligatoriamente en dirección a la Estación Norte.

La escuela queda en silencio, su campana de bronce quieta, los árboles tiritando solitarios y el patio aguardando el remolino de voces que llegaría al otro día bajo la atenta mirada de la maestra de turno, Griselda Colombo.

Enfrente, pasajeros de urgencia, viajeros amodorrados, bajan o suben según sea el caso a y de los ómnibus y el mural de Quinquela los corona.

Los perros echados en la sombra, algún lustrabotas ofreciendo sus servicios y el diariero que corriendo como un endemoniado vocea el nombre de su diario en venta por la calle Pellegrini.



5 AÑOS DESPUES

Ella reina. Desde la carroza en primavera saluda agitando su mano derecha con delicadeza. Algunos aplausos en la calle frente a la Plaza con el monumento al General San Martín en la Fiesta del Estudiante.

El locutor menciona su nombre y apellido, sus princesas, el nombre de la carroza, y el jurado toma nota.

Es setiembre. Hay perfume de azaleas y de nardos. Se envuelven en el aire con el aroma de los azahares mientras la música llena todo el centro de la ciudad.

Que alguien me contradiga si se anima, si esto no es un marco ideal para enamorarse.

No tiene novio o no se le conoce, pero el chico gentil la ve cada vez más lejos. Ahora la sueña y no se anima siquiera a saludarla. El podría cantar la tonta canción de "Los Linces" que dice "la amo y no la puedo conquistar".

El es rico y no lo sabe, le dicen "pobre". Tiene un sólo pulover, y caspa.

Ella "tiene plata" pero sabemos que de clase media no pasa.

Van al mismo curso en la secundaria, pero no tienen comunicación.

Ahora es reina y está bien formada, no por casualidad sus compañeros la eligieron Reina del Colegio. Nada le sobra, nada le falta y además sonríe.

No hay fotos, no es como hoy. Si hay alguna imagen en cualquier blog de estudiantes que ahora son abuelos, es difusa, borrosa y dolorosa.


30 AÑOS DESPUES ANTES DE LOS 5 DESPUES

Ella. Blanca, esbelta, cuidada figura e imagen del extremo afán hedonista y fruto logrado. Nada parece haber caído aún. No hay ojeras, tiene una sonrisa en el encuentro inesperado. No hay flores ni citas para una cena, ambos están casados y cazados.

Hay un tercero, como un fantasma, vigilando por si acaso...

No vivió para dar como todos o casi todos, o la mayoría, damos.
Su compañero, un sesentón privilegiado, pareja a último momento aterrizado.

Su belleza (la de ella) intacta.

Detrás de la ventanilla cobra, está casi todo el día de pie.
Y cobra, a veces sonríe, responde automáticamente, sella, corta, guarda, saluda.
Sus compañeras de la oficina la envidian.

A las 13 saldrá colocándose sus anteojos oscuros, con su cartera del brazo colgando, en pétrea dignidad como una veterana actriz de Cannes que quiere que la miren pero a la vez pasar desapercibida.

Un sombrero en su cabeza, un andar de pasarela mediática.

Sigue la rutina camino a su departamento cerca del Club Hípico. No tiene Facebook ni Twitter, ni correo electrónico ni nada que se le parezca.


Y sigue siendo una reina, pero no tiene colmena.

Gibbon Sinja Bone

Dedicado a todas las que hacen de su cuerpo un culto.

martes, 8 de noviembre de 2016

El elegido

Rupelinda Amoroso escribió con su áspero dedo índice en su cuenta de la red social de cara al libro, “te amo Inodoro, vos sos mi erección”, en el muro del aludido.

Es que unas horas antes, habiendo compartido ambos dos una sola mesa y dos copas llenas de fernet, Inodoro Rupallán la había conminado a abandonar toda indolencia respecto a él y a elegirlo como compañero para toda la vida.

Rupelinda que linda no es pero tiene unas despampanantes curvas y se cree es lo que atrae a los hombres incautos, se encontraba ante una encrucijada.

Diariamente recibía mensajes envolventes, atrapantes, seductores si se quiere, de su amigo Victoriano el ecuatoriano, o como le dicen también “el negro”, oriundo de Venezuela, en los límites sofocantes del Amazonas, cerca del río Orinoco, en el extremo más sureño de su país caribeño, a pocas leguas de la línea del Ecuador.

“Orinoco” le decían a él en su infancia lejana, por razones obvias en su incontinencia postergada, y a su mamá no tan ocupada, pero siempre corriendo en todos los sentidos cardinales, la que lo destetara abruptamente para ir a zambullirse en los brazos de un nuevo amorío.

Victoriano y Rupelinda también habían chateado face to face en la misma mesa que fuera testigo de madera de la conversación con Rupallán el ara-gan, (oriundo de Gan Gan, y ciertamente haragán), que ara si tiene ganas y como ganas nunca tiene, nada ara. Sin embargo, siempre está presto para sumarse a las hordas que amenazan con recuperar territorios que nunca tuvieron ni les pertenecieron.

En su incontinencia digital Rupelinda eyaculó su frase que así luego del sonoro “enter” fuera disparada hacia los confines de fibra óptica y estaba lista para ser leída por su destinatario.

Inodoro, sentado en él, en el taburete de madera de nogal que le regalara su abuelo Sinforoso Euclídeo Maistoideo, mirando la pantalla de la tablet de su hijo, leyó en su muro “vos sos mi erección”.

Calentóse al punto tal de creerse motivo de la producción masiva de endorfinas en el cerebro de su amiga, creyóse el provocador serial de liberación de oxitocina, serotonina y  dopamina y todo ese estallido de válvulas en el cerebro en situaciones como ésta.

Comenzó, apurado a escribirle:
IR: “Estoy esitado de ser tu erección”. En el chateo clitoideo ella le responde:
RA: “Sos miel…”
IR: O, soy dulse para boz…
RA: ”sos mielección, te elegí a vos”.
IR; Ah, yo soy  el ejido.
RA: “No sos el ejido, sos el elegido, el que yo elegí”,
IR: pero te esito o no te exsito?
RA: “Yo quise poner “elección” y me equivoqué al tipear”.


IR: Pensaba que te hesitaba
RA: “no sabía que estabas tan indeciso”
IR: Yo estoy decidido
RA: Entonces basta de hesitar
IR: Ah, no te esito? Qué mal!
RA: Fijate cómo tipeás, Inodoro
IR: Yo no ando kon tipos (ya enojándose) me parece que bos tenes ke dejar de tipear
RA: Qué, no querés que te escriba más?
IR: No, ke dejes de tipear de una, ke ya lo sospechava yo, no hay lugar pa más d 1 tipo aca.
RA: Pero qué te pasa, si se puede saber?
Si yo te rujeiri (escribe apuradísima y nerviosa y le da enter)
IR: Si me estas rugiendo y eto ya Nome gusta nada. Al final si vas a tipear, que sea konmijo, no con otro, basta de tipear.

RA: Bueno, vos lo pediste Inodoro.

Luego de unos segundos que le parecieron muy breves a Inodoro, y es que como tales eran lo que de ellos se decía, nunca primeros, siempre segundos, a él le pasaba lo mismo.

Sospechaba, sentíase “segundo”, elegido pero “segundo”. "Qué elección, ni erección, ni eyección, ni nada. Segundo y breve. Dopamina para la mina Cero Tonina para mí."

Entre tantos tipos que había, Rupelinda lo miró pero él no supo o no pudo o no alcanzaba a entender que se le iba a escurrir como el agua entre los dedos si no actuaba con premura.

La pantalla se puso azul y se borraron todas las letras, íconos, publicidades. La última decía con la imagen de una rubia sonriente: “Sé feliz, ven a Cancún”.

Al punto llegó su hijo a reclamarle la tablet para –supuestamente- buscar algo de las pirámides mayas.

- “Que te vas a poner la maya y te vas a ir a tirar al río justo cuando tenés que ir a la escuelaaaa y querés que vaya a mirarte?

- No, papá, necesito la tablet para buscar sobre las pirámides mayas; le respondió su hijo Jonny Rupallán. Ofuscado su padre, confundido, obnubilado y a punto de revolear algún objeto por el aire, entendía cualquier cosa.

Salió a la vereda porque si salía a la calle lo podrían atropellar, entonces a la vereda nomás que decirle vereda demasiado es a ese camino irregular con peligrosos desniveles, aquí barro, allá una baldosa, por acá un par de ladrillos, algunas partes de cemento…

Hesitando sin excitar, la duda lo abrumaba y no tenía a dónde "salir" ni con quién "salir", ni una mascota para pavear entre los canteros de las avenidas de su pueblo Orny Torrinco.

Con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, mirando bien el piso, pateando piedras, pateando cuanto objeto haya por delante camina trastabillando Inodoro Rupallán.

Por la otra calle, la que él no ve porque está del otro lado de la alameda, de la mano van Victoriano el ecuatoriano y Rupelinda Amoroso.


Al final de tanto tipeo, el tipo de otros ejidos resultó el elegido.

                                                                                                                        Wilson el Aceitoso

viernes, 29 de julio de 2016

Los fantasmas de Valle Chico

Nota del redactor: Este cuento es para leerlo a la luz de una vela. Contraindicaciones: no apto para personas sensibles… a la luz.

Un bólido sulfuroso atravesó el cielo nocturno desprovisto de nubes. Las agujas de los relojes se detuvieron unos segundos y los relojes digitales enloquecieron. En silencio, Bolowill, maltrataba su caballo cruzando el mallín frente al cerro Nahuel Pan llevando una bolsa de celofán repleta de hollín para colocar en las plantas, como abono. El no tenía reloj.

Quedó tieso y no fue necesario frenar la marcha del equino, con la boca abierta y la piel de gallina, su aliento vaporoso dibujó algo no definido en el aire gélido del sur mientras sus ojos desorbitados miraban la extraña señal nocturna.

Un mosquito, sobreviviente de estos días helados, vino volando directamente en dirección a la bocaza abierta de par en par, y a cinco centímetros de ella, cuando entró en la influencia de la atmósfera oral, se desvaneció y cayó pesadamente al suelo.

Luego, silencio, unos pocos segundos. Antes, el bólido desapareció así como había entrado en el plano visual de Bolowill y muchos más que no sabemos ni sabremos nunca. El escuálido Rocinante retomó la marcha y los perros comenzaron a aullar, los chimangos chillaban como si fuera el último día, o la última noche, (lo que corresponda), los grillos aturdían con sus violines desafinados, los teros tocaban por enésima vez la única partitura conocida por ellos y por todos, y los mugidos de las vacas, los gemidos torunos, los balidos ovejunos y los relinchos de los caballos y de las yegüas estremecieron como nunca al jinete del mallín y la noche se pobló de fantasmas.

“El mundo no ha cambiado nada, desde que vino el Mesías, solamente la ropa y antes andábamos a caballo y ahora en auto”, decía Enriqueto Morales amigo de Bolowil y éste lo repetía cuando no sabía qué decir, ni qué hacer, ni qué pensar.

La última vez que Bolo como le decían sus contados amigos que para contarlos sobraban los dedos de una mano, o sea, tenía tres amigos en todo el planeta contando Marte, Venus, Júpiter, los planetas que no tengo ganas de nombrar, y los que se descubran de ahora en adelante. La última vez que Bolo había ido a consultar al médico en el Hospital Zonal fue obligado. Obligado a sacarse la ropa, obligado a bañarse, obligado a hacer pis en un frasco y dejarse sacar sangre del brazo y obligado a dejar que le perforen uno de los glúteos con antibióticos.

El médico, mirándolo por sobre sus gafas, (no sé por qué no se las sacó directamente), y desde prudencial distancia, le dijo que para su edad estaba excedido de peso, que tenía que comer menos carne, menos pan, menos sal, menos azúcar y le prohibió la papa, las tortas fritas, los fideos, el vino tinto.

De todas las indicaciones médicas, por supuesto que Bolo no obedeció ninguna porque cuando algo se corta por lo sano no se corta nada, se prohíbe y es peor para gente como este jinete curtido por el tiempo, por el viento, por la grasa, el humo y el vino.

Ahora, a pesar de la noche podía notar cómo su destartalado y raquítico caballo hundía sus patas varios centímetros en el barro haciendo muy penoso el transitar y dejando profundos hollos en el mallín mientras los perros seguían aullando y el viento entonces se contagió y también aullaba entre las ramas secas de los sauces y los calafates, para no ser menos. No, entre otros arbustos no aullaba, por eso no lo puse.

“Qué lo parió…” masculló Bolo y Rocinante relinchó sacudiendo su enorme cabeza donde se habían colocado enormes ojos grandes como huevos de pato hervidos y sin cáscara, que reflejaban la poca luz existente en la atmósfera y miraban en todas direcciones como los ojos retráctiles del camaleón.

A la distancia se veía un rancho iluminado cuya luz hogareña alcanzaba para deducir que muy posiblemente había alguna persona humana real en él, y para divisar el humo blanco que salía de la chimenea y trepaba algunos metros desvaneciéndose penosamente en el valle, recortado contra la montaña nevada, bajo un cielo tachonado de estrellas, meteoritos, basura espacial, satélites, drones y aviones espías de la RAF.

Hacia el rancho enderezó la marcha Bolo arriba de su caballo, ahora transitando por un camino arenoso que debía atender por los pozos que pululaban aquí y allá, pozos que los tucu-tucu fabrican porque no tienen otra cosa que hacer aparte de procrear, comer y abonar el suelo.

En el morral que no es el morral de los maricones sino el que usan los gauchos desde siempre, llevaba Bolo una bolsa con manzanas y una botella de ginebra, un pedazo de queso con agujeritos, pan viejo y duro, una lata de picadillo Swift y un abrelatas por si acaso… por si acaso hay que usarlo.

El sombrero o lo que quedaba de él parecía la parte superior de un hongo de aquellos que dibujan los dibujantes de los cuentos infantiles, todo oblongo, blando, blandengue y ondulado, amojosado y oloroso sombrero que si lo perdía no tenía con qué cubrir su pelada cabeza y si lo dejaba caer nadie lo tomaría para usarlo. El sombrero iba ubicado en la parte superior de la humanidad si así se pudiera decir de la redondeada silueta del jinete, donde lleva la cabeza.

El poncho hecho con bolsas de arpillera, bolsas de papa, forrado con sachets de plástico que antes tenían leche no negaban para nada aquello para lo que originalmente fueron usados, tal es así que los primeros días que Bolo lo usó, los gatos lo seguían acechando por los rincones y tras las matas pajerosas del campo, esperando el momento en donde haga una parada y se duerma, para lamer los plásticos lechosos.

La parte de plástico se colocaba para afuera y hacía del poncho, un poncho impermeable. Bolo comentaba a sus amigos que lo había encargado (al poncho) a Doña Sinforosa Dolores Delgado, esposa de Juan Botella, el que hacía honor a su apellido consumiendo botellas y botellas de tinto, hasta que no se envasó más el vino en botellas sino en cajas tetrabrick.

Quiero decir que siguió tomando de la espirituosa bebida a pesar del cambio en el envase, y entonces Doña Dolores que éstos tenía y cada día nuevos y si no los tenía los inventaba, los utilizó para forrar las paredes del rancho y así evitar que se filtre el atrevido viento patagónico por las paredes de madera.

El lechero, Don Goyo Ovillo no trajo la leche al domicilio del rancho sino hasta que se vendieron todas las vacas del campo, todas las que no se murieron,  por falta de vacunas, de atención, de agua, de comida, y dejó de hacerlo una vez que se murió él. Muerto Don Goyo, se hizo un ovillo y así lo enterraron, por eso no lo pusieron en un cajón sino en un barril, y ya no repartió más leche y fue que después llegaron los sachets. De ahí vino el poncho.

A los sachets había que buscarlos en el boliche que estaba como a una legua y media del rancho de Doña Dolores y Don Juan Botella. Cada vez que la señora iniciaba el viaje, lo iniciaba antes de hacerlo, o sea al comienzo, y de mañana, y de regreso regresaba como para las once pero ella no sabía la hora, no sabía leer, no tenía reloj y además no le importaba.

Traía las cosas que compraba con algunos mugrosos billetes de la pensión y de las ventas de bolos de caballos y de vacas para los jardines de las señoras gordas del pueblo, del otro lado de la montaña. No, ponchos no vendía porque el único que hizo fue para Bolowill. Las traía sobre su espalda, encorvada, en un pedazo raído de tela vieja que en cualquier momento se podía rajar y perder todo por el camino si es que se le puede llamar camino a una huella hecha por liebres y guanacos entre espinos negros, neneos, uñas de gato y coirones blancos.

Una vez, se fue a buscar los vicios y Don Botella recién se estaba levantando del catre, pero cuando ella llegó al rancho vio que no salía humo por la chimenea y que había unos cóndores planeando en círculos sobre el rancho.

Se persignó presintiendo lo peor, se persignó sin saber por qué ni para qué igual que muchos que lo hacen cuando pasan frente a una imagen religiosa o frente a las capillas.

Cuando llegó al rancho, Don Juan estaba sentado en el catre que más que catre era un camastro y más que camastro era como una cucha de perro por la cantidad de trapos grises, negros y oscuros que tenía.

Doña Dolores abrió la puerta si es que algo así como varias maderas mal clavadas unas contra otras con bisagras de neumático y cueros gastados se le puede decir, la abrió despacio y mientras la abría salían de esos cueros unos lamentos, chirriando. Se acercó despacio al catre, muy despacio, Don Juan miraba hacia la ventana que estaba abierta y la cortina si es que se le puede decir cortina a un pedazo de plástico desteñido, ondeaba.

Tuvo que darse la vuelta porque a los llamados el viejo no respondía, lo tocó, temerosa, lo miró, vio esos ojos abiertos mirando a la nada, estaba frío y duro, ella calculó que habían pasado como seis horas que había muerto sentado ahí. Y ahí lo dejó sentado. Pero calculó aunque no tenía reloj.

Desde ese día Doña Delgado se mudó a otro rancho pero todas las tardes venía allí donde vivió con Don Botella, encendía el fuego y prendía una lámpara. Es inexplicable cómo nunca se incendió el rancho por eso no lo puedo explicar ni pienso ponerme a pensar en ello.

Y Bolowill seguía cabalgando en dirección al rancho luminoso y humeador, sin saber las novedades con las que se iba a topar. Su cuchilla de treinta centímetros de largo, con empuñadura tallada, venía ubicada debajo de su cinto, justamente a la altura de la cintura, guardada en una vaina de cuero de caballo, por si las moscas, aunque de noche no hay moscas.

Se bajó pesadamente del caballo, un murciélago que venía como una flecha lo esquivó, pero no como para no raspar el sombrero y hacerlo caer al piso. Lo levantó, se lo volvió a ajustar en la cabeza y dejó a su caballo sin atar que ni fuerzas para escaparse tenía, era por eso que no se iba a ir y no porque fuera fiel a su dueño que hay que decirlo, lo había robado de un campo vecino.

Ingresó al rancho porque la puerta se abrió sola, (esta vez no chirrió aunque sería apropiado para el momento) y entró, vio el fuego, vio la luz, por unos instantes quedó inmóvil, lo único que se movía de su cuerpo eran sus ojos que casi se le salían de las órbitas, o sea, estaba desorbitado, turbado, anodadado, abombado (como siempre), aturdido, percudido, sorprendido.

No sabemos qué más vio Bolowill, porque de repente giró sobre sus talones, atravesó la puerta como un meteoro, saltaron por el aire las tablas, de un salto cayó sobre el pobre caballo, tomó las riendas, lo azuzó con sus talones y en medio de la noche comenzaron un galope furioso en dirección a la nada, lo vimos (a pesar de la oscuridad) atravesando una laguna, gritando él y su caballo relinchando enloquecido, chapoteando el agua helada, luego corriendo por un arenal, bajando a un cañadón, subirlo de nuevo levantando polvareda, galopando como un demonio por los senderos entre las lengas achaparradas y en bandera, vadeando un río, después un arroyo, subiendo un cerro, atravesando valles, quebradas, lagunas, cañadones, mallines, arenales, pedregales, montañas; y nunca más volvimos a verlos.

Los fantasmas estaban ahí, asegurándose que nadie perturbe la quietud del rancho de Don Juan Botella y Doña Sinforosa Dolores Delgado que si no tenía dolores, los inventaba para tener de qué hablar.


“Queda prohibida toda reproducción por cualquier medio de este cuento eximio, inédito, e impoluto, sea por fotocopia, extencil, copia a mano, copia con dictado, escaneo, fotografía, lectura en voz alta para grabarlo en disco compacto o pendrive, caset o minicaset, como asimismo queda terminantemente prohibido leerlo en voz alta para filmarlo, o para pasarlo como un archivo de sonido mp3.

La persona que viole esta disposición será multada con trabajos comunitarios nocturnos en Valle Chico, en época invernal, en el predio del rancho de Doña Sinforosa Dolores Delgado, la que si no tenía dolores los inventaba y si no los inventaba los copiaba, que era esposa de Don Juan Botella y clienta del lechero Goyo Ovillo, los dos únicos que mueren en este cuento, y se sospecha además, que era amiga de Bolowill a espaldas de Don Juan, pero no hay indicios como para acusarlos de nada por el momento y hasta el día de hoy.”

PD: Se conocieron a último momento los nombres de los amigos de Bolowill al que cariñosamente llamaban “Bolo”, por su parecido físico con los bolos de escarabajos patagónicos:

Tremendeo Exageratis, El que siempre pescaba peces grandes pero nunca los compartía, el que siempre conquistaba la china más sexy y linda de los campos pero no la podía presentar porque se había ido de viaje a alguna o ninguna parte.

Clodomiro Nahuelcheo Siemprecheo: El amigo que vivía lejos del pago, que pedía prestado y nunca devolvía, que traía tres chorizos para agregar al asado y una botella de agua de la laguna, pero comía como mínimo ocho chorizos y un kilo de asado y se guardaba bajo el poncho un sanguche o choripán por si le daba hambre a la vuelta. Se tomaba todo el vino que podía.

Teodoro Lamido. El que se peinaba para el costado y nunca se supo qué se ponía en el pelo, pero lo tenía brilloso, aplastado y capaz de enfrentar las ráfagas más violentas del viento aullador patagónico. El que contaba chistes y se olvidaba cómo terminar. Se sospechaba que era amigo íntimo de Doña Dolores a espaldas de Don Juan, de Clodomiro, de Tremendeo y del mismísimo Bolowill.

Los tres murieron ya: Tremendeo fue atropellado por La Trochita pero él supo que fue atropellado por el Tren Bala. Clodomiro murió atragantado en un asado de una señalada, y Lamido se murió de la risa cuando cayó sobre un charco de grasa y los perros comenzaron a lamerlo, no aguantó las cosquillas.


THE END

Wilson el Aceitoso

martes, 21 de junio de 2016

Los limones de Samanta

N de la R: En esta ocasión los muchachos se me fueron para los tomates. Pero me pidieron que no censure su cuento limonERO. Y aquí va para deleite de nuestros lectores. 

En una casa de ladrillos a la vista con un par de espumillas rosadas florecidas en la vereda, y un limonero en el patio trasero, vivía Samanta.

Tenía un gatito rayado muy mimoso que ronroneaba y se pasaba contra las piernas de su dueña y de todo el que llegare a la casa, dándole la bienvenida.

El limonero, plantado por su padre, crecía lozano en el fondo del patio dando sombra y su codiciable fruto. Al lado de él, se ubicaba erguido un árbol de moras y en el jardín, nardos y azucenas alegraban la vida y perfumaban el aire.

Entre los dos árboles, se tendía una hamaca paraguaya debajo de los claveles del aire florecidos.

Samanta, cuyo nombre rima con algo sabroso y codiciable, cultivaba sus limones, siempre los cuidaba y los mostraba con orgullo, bien perfumados con ese toque cítrico profundo.

Tenía una cabellera negra que le llegaba casi a la cintura y contrastaba con la blancura inmaculada de su piel, pero ahora la había recogido tras su erguido cuello. 

Cada vez que Erosio la visitaba, él se anunciaba dando tres golpes en la puerta de madera, prefería eso al timbre, hacía una pausa y golpeaba luego dos veces y ella le abría la puerta de su casa.

Siempre lo recibía con un beso e inmediatamente le ofrecía una silla o el sofá, pero antes iban juntos al patio y arrancaban un par de limones, los más grandes, los más amarillos, los más apetecibles, los limones de Samanta.

Ya dentro de la casa y luego de unos minutos de cruzar miradas, de comentar cosas triviales pero necesarias, ella le ofrecía el zumo de sus limones turgentes con sus pedículos sobresalientes, ofrecimiento al que Erosio ni ningún caballero podría resistirse.

En la cálida tarde mientras todos en el barrio dormían la siesta, salvo Ojoteta Mandarino que como nada tenía que hacer sentado estaba en la vereda bajo un paraíso frondoso mirando la nada, Erosio disfrutaba del jugo de los limones de Samanta que ella gentil y dulcemente le ofrecía.

A él le gustaba sentir el suave deslizar de sus dedos sobre la piel porosa y cómo se desprendía el perfume embriagador, a ella también, sus ojos hablaban y sus labios besaban.

Una cucharadita de azúcar para endulzar un poco el jugo, se sacaban las semillas y así era presentado en un vaso de vidrio, refrescante como un premio que nadie rechazaría en una tarde como ésta.

Gorriones, jilgueros y tacuaritas entonaban sus alegres melodías entre las ramas de los árboles.

Venía entonces el momento de pedirle prestados los sonidos a las cuerdas de la guitarra. Ella venía hacia él, y Erosio la tomaba suavemente entre sus brazos, la envolvía,  y pasaba sus manos sobre el contorno femenino de ella, una y otra vez sobre sus curvas, apoyándola en sus piernas.

Suave y dulcemente comenzaba a rasgar las cuerdas y los acordes llenaban la habitación. El perfume de los limones y la música se enlazaban en el aire y entraban mariposas por la ventana.

La música envolvente, los perfumes de la tarde, la tranquilidad que el oasis de la casa de Samanta eran para Erosio, iban fundiendo a la guitarra y a quien la abrazaba en uno solo.

Los limones de Samanta empapaban a Erosio, sus cabellos estaban impregnados del aroma embriagador, las manos de Erosio estrujándolos y aplastándolos contra su cuerpo, y en ese momento, el jilguero cantó estridentemente sus notas más altas en el patio de la casa de  Samanta.


Samanta, la que te amamanta.

Wilson el Aceitoso y Gibbon Sinja Bone

domingo, 12 de junio de 2016

ANACLETO EL CAPONEADOR



Era una tarde apacible de primavera en Jacobacci. Anacleto Cifuentes Balvino venía con su caja de vino bajo uno de los sobacos, a tranco lento; venía de su campo a la estación de trenes de la ciudad. No venía sólo, traía al final de una cuerda sucia y maloliente un capón que sumiso se dejaba llevar, porque no le quedaba otra.

Lo cruzó Herculano Calasancio López que venía arrastrando su cansancio, y balanceándose con su esposa Iluminada Justa Aukamán quien también venía balanceándose, al parecer ambos tenían un pie más corto que el otro, o todos o la mayoría en la Patagonia tienen ese inconveniente, ya que caminan balanceándose y no es que se hagan los pillados.

Caminan como Tueto el de "Alaska, peligro en el aire".

            Se saludaron y como es de rigor, eso llevó como cinco minutos entre apretones de manos grasosas y sudadas, sacada simbólica de sombrero, sonrisas y comentarios respetuosos.

¿A cuánto estaba el capón que traés ahí? Le preguntó Herculano a su amigo Anacleto, y éste le respondió: - A doscientos… - 200, ¡qué caro lo pagaste hermano! Lo interrumpió Iluminada. -… a doscientos metros del alambrado estaba, terminó informando Anacleto mientras le palmeaba la cabezota a su capón.

Así, caminando unos pocos metros más, cruzando la ruta 23 nuestro amigo llegó al andén de la Estación de Jacobacci y ató en uno de los hierros su presa. Sacó su facón de una funda de cuero ubicada en su cintura, brilló al sol y el rayo rebotó en uno de los cristales de la ventana superior del frente del edificio dándole justo en un ojo a Iluminada quien todavía balanceaba su humanidad a una cuadra de distancia con su compañero, rumbo al rancho llevando un par de gallinas  ponedoras.

Anacleto procedió a degollar su capón y se vio prontamente rodeado de varios perros callejeros que cual jauría de hienas se relamían y se movían en círculos pero éste les arrojaba piedras para espantarlos. Con maestría de cirujano lo degolló, lo colgó de un sauce criollo, y rápidamente lo desholló sacando todo su cuero como un ropaje que ya no necesitaría. Una vez terminada su faena, dejó allí colgado su capón, a la espera del tren de la tarde que lo llevaría a Bariloche.

Entró el tren raudamente esparciendo olor a grasa, procedente de Constitución. Anacleto se salía de la vaina para subirse, y se metía a contramano entre la gente que raudamente bajaba al andén. En una mano llevaba su vieja y odorosa valija de cuero atada con  una soga vieja, y con la otra sostenía el capón sobre su hombro.

Se subió al vagón 347 y allí dejó la valija sobre uno de las butacas, y sin abandonar su capón comenzó a saludar uno por uno a todos los pasajeros como todo buen gaucho respetuoso acostumbrado a saludar hasta a los piches que pululan por la estepa rionegrina en las mañanas frescas de la primavera.

Una vez que saludó a todos los pasajeros, volvió a su asiento y colgó el capón envuelto en arpillera en uno de los percheros. Así, entre algunas partidas de truco, y algunos cimarrones, transcurrieron un par de horas hasta que el tren se detuvo en Comallo y el paisano se dijo a sí mismo, “bueno, vamos a tener que hacer unos mates, un pedacito de carne para pasar la media tarde…” bajándose del lado contrario al andén, donde comenzó a juntar unas ramas para hacer un fueguito.


Estaba en esos menesteres muy concentrado Anacleto, cuando de golpe y sin aviso previo, al toque de la campanita, el Tren Patagónico retomó la marcha y siguió en dirección a Bariloche. Anacleto se agarraba la cabeza comenzando a correr por las vías, atrás del tren sin entender por qué lo había dejado a pie, a los gritos, y dicen que todavía anda corriendo por las vías del tren y que hasta hoy no pudo recuperar ni su valija ni su capón.



Gibbon Sinja Bone

lunes, 6 de junio de 2016

Asesinato en el acuario

Dedicado a NAN

Cualquier semejanza con la realidad, es pura coincidencia. Advertencia que hacemos a nuestros sensibles lectores, dado que nuestras narraciones se basan en hechos reales.

Corría el año 1970. (Siempre los años corren). En el interior del húmedo, polvoriento y sofocante territorio chaqueño, (el polvo volaba a pesar de la humedad: milagro!), en una escuela de jornada completa, a la que concurrían alrededor de dos centenas de alumnos, a una de las docentes ocurriósele armar una pecera en la biblioteca.

Fue así que consiguió un rectángulo de vidrio al que le colocó agua dulce fría, y adornos marinos, compró algunos  peces en cuestión: un goldfish, dos carpas koi, algunas coridoras, un macropodus, un par de viejas del agua y dos bagres a los que les gustaba la oscuridad.

También puso en el agua un puntius titteya originario de Sri Lanka, era el más pequeño y más colorido de la pecera, un macho, su color rojizo competía con los demás colores en el agua.

Los niños se solazaban mirando lo que para ellos era toda una novedad, y trataban de no perderse unos minutos de los recreos para ir a la biblioteca y contemplar el paisaje marino. Nunca ir a pedir un libro.

No solamente los niños, sino que los maestros, la directora, la vicedirectora y el personal de limpieza y maestranza todos estaban embelesados con el acuario multicolor de 180 litros.

Así transcurrían los días con formaciones, asistencia, planillas, clases, juegos, rondas, algo de educación, canciones, desayunos y almuerzos siendo la escuela el centro de la vida de los niños y los docentes.

El acuario era siempre la novedad. Algunos alumnos “mimados” podían a veces tener el privilegio de darles el alimento balanceado.

Un día uno de los padres trajo en donación en una bolsita, un pez telescopio joven, quien poco a poco se fue incorporando a la familia de la caja de vidrio, con su expresión seria y  mirada profunda.

Fue un lunes de uno de los últimos días de mayo que cuando la bibliotecaria iba entrando por uno de los pasillos que le salió al encuentro Gumersindo Leyes, un petiso rubio de rostro misterioso quien saludó respetuosamente y continuó raudamente su paso firme por el pasillo con el escobillón en mano.

Cuando la bibliotecaria llegó a su lugar de trabajo lo primero que hizo fue mirar el acuario y la sorpresa la dejó helada: el titteya nadaba escorado, herido y un pedacito de su cuerpo colgaba mientras él luchaba por sostenerse.

Ella salió de la biblioteca.

Apareció uno de los maestros, el de segundo grado, Collins Chapman, el que los fines de semana era chapista y por la tarde chapeador. Dice: - Rosita, el titeya (de ahora en más) está casi muerto y creo que fue el telescopio.

Inmediatamente Rosita la vicedirectora, Collins, la bibliotecaria y Gumersindo Leyes entran a toda velocidad a la biblioteca y ahí estaba exhausto, exhánime y exangüe ya, flotando; el titeya cobrizo.

El telescopio nadaba en la otra punta de la pecera mirando la pared, cosa que no hacía habitualmente. Los otros hacían cada uno su juego: ¿Qué hace un pez en la pecera? ¡Nada!

Gumersindo enseguida señaló con uno de sus dedos huesudos al telescopio y exclamó: -¡Ese fue, mirá cómo disimula!

Se sumó a su infundada acusación Collins y agregó: -Sí, yo creo que fue ese, porque los otros días lo empujaba con la trompa.

Rosita la vice tuvo que salir rápidamente hacia la Dirección de la escuela pues era requerida para atender a uno de los padres de estas familias ensambladas. El día anterior había venido la madre del nene, a la tarde llegó la madrastra y ahora venía su progenitor quien precedía la llegada del actual amante de la madre verdadera y así sucesivamente. Su oficio era ensamblador de ensambles, bueno pero no viene al caso.

En ese lapso de tiempo, mientras los niños desayunaban tranquilos como nunca, Collins se metió el pececito muerto en el bolsillo del guardapolvo y la bibliotecaria ni fu ni fa, no corta ni pincha, no se imagina, no piensa, es rubia pero falsamente, asentía tanto a los sí como a los no o a los ni.

Entonces Gumersindo con el acuerdo del maestro Chapman el chapeador, sacó violentamente a telescopio por una de las aletas y lo metió en un recipiente de cocina pequeño que tenía un poco de agua fría.

Agarró la pava donde tenía agua caliente para el mate matutino con el que mateaba con Matute el otro portero y con Carlos Matamala el pintor, y vertió todo su contenido vaporoso casi prácticamente sobre telescopio que no entendía nada.

Rosita volvía por el pasillo, Collins el chapista le salió al encuentro, Gumersindo venía detrás con un escurridor y un trapo de piso maloliente, el maestro le pregunta:
-Señora, ¿qué hago con el pececito muerto?
-       Y, no sé, ¿dónde está?
-       Acá lo tengo (y lo saca del bolsillo del guardapolvo) (Mientras, Gumersindo pasaba el trapo de piso en la pared, cosa realmente rara). Matamala mataba una cucaracha que correteaba por el piso, dejando una mancha marrón en las baldosas.
-       ¡Collins! ¡No sé, en las películas se los tira por el inodoro, o enterrálo, qué se yo! ¡Pobrecito!

Gumersindo Leyes estaba muy enojado con telescopio. Collins también estaba enojado pero no se sabe con quién. Apareció la directora Briela Labiela inquiriendo acerca del asesinato del titeya, quién fue, o quién había sido o sobre quién recaían las sospechas.

Mientras, telescopio luchaba por su vida en el tuperware gris. La directora exigió que le muestren la escena del crimen, y resulta que Gumersindo ya había limpiado todo, había desaparecido el cuerpo y el acusado estaba victimizado en un tuperware con cada vez menos oxígeno.

Los peces en el acuario cada uno haciendo lo suyo aparentemente no dando acuse de recibo de la desaparición de dos de sus habitantes con quienes compartían las 24 horas del día y a la noche también.

Collins Chapman se había sumergido en el baño del fondo y no estaba para nadie por un buen rato, era el recreo largo.

Rosita estaba triste y atareada organizando la Feria de empanadas con Mireya Lombardi y Angustifolia Folia, madres de algunos de los chicos de la escuela quienes entre ellos llenaban un aula.

El empeño de Gumersindo en provocar la muerte de telescopio acusándolo del asesinato despertaba sospechas y traía confusión. Suele suceder que a los sicarios se los silencia también.

Cuando la Directora preguntó la razón por la cual habían separado a telescopio, Gumersindo miró para la derecha, luego para la izquierda, miró el techo, después el piso, y finalmente ante la mirada escrutadora de la directora y el silencio de ésta no tuvo más remedio que esbozar una tímida respuesta.
Telescopio asesino impune de Tinteya

-       Es que ese fue el que lo mató, respondió.
-       ¿Y cómo sabe Ud. que telescopio mató a tinteya?
-       Porque los otros días vi cómo lo empujaba con la trompa, y otro día (miente) vi cómo le largaba mordiscones…

En ese momento Briela Labiela dispuso el secreto del sumario en el caso del pececito muerto y levantó el aislamiento de telescopio, haciendo que vuelva a la pecera, donde comenzó a tomar oxígeno y a recuperarse rápidamente…

Todo pez es inocente hasta que se demuestre lo contrario.

Salieron de la biblioteca Gumersindo y la Directora. La bibliotecaria estaba sentada frente a su computadora haciendo lo mismo que un pez: nada.
Además era como si no estuviera aunque estando estaba pero no se notaba, era como un fantasma que flotaba entre los libros.

Al dejar atrás el acuario, telescopio ya estaba empujando con la trompa a uno de los peces más pequeños de la pecera, y lo corría entre las algas de plástico.

Yo pienso que era sólo para jugar y que el verdadero asesino fue Gumersindo instigado por Collins, quien le dijo:

-       A qué no te animás a apretarlo fuerte a tinteya a ver qué pasa?

Y es que a Briela le había saltado la biela con Collins, y acababa de ponerlo en aprietos al exigirle que tenga más cuidado en su presentación, le dijo que se afeite, que se corte el pelo, que se bañe y que se ponga perfume de los que vende Mara Marifil la que toma sol de espalda en la costa rionegrina pero en verano.

En ese momento, Collins salió ventilando el guardapolvos, atravesó el comedor, cruzó por cuanto pasillo había, penetró en la sala de profesores y atisbó en la biblioteca, miró el acuario en completa paz y tuvo una idea.

La idea se la implantó a Gumersindo el vulnerable (a otras ideas) y Gumersindo que cuando era chico hacía lo mismo que Gilda: apretar pollitos, no pudo con su genio.

Finalmente, el asesinato de tinteya quedó impune. Nadie fue.


Gibbon Sinja Bone


jueves, 12 de mayo de 2016

Un hombre debajo de una capa de bombachas

Etelvino (el albino) Soto se acomodó la bombacha o mejor expresión sería decir lo que quedaba de ella, la parte del elástico de la cintura, los bolsillos traseros agujereados más que nada por la costumbre de llevar clavos oxidados encontrados por ahí, los bolsillos delanteros casi no existían, los jirones llegaban cerca de las rodillas que se veían descubiertas y se unían con otros jirones y flecos que cubrían sólo parcialmente la velluda musculatura de sus arqueadas piernas.

Etelvino el albino no dado al vino pero sí a la ginebra, al que le decían “chúcaro”, vivía conchabado en un rancho, bajo un olmo siberiano y a orillas de un riacho en la esteparia línea sur rionegrina cerca de Bajo del Gualicho. Cuatro perros galgos bien flacos y uno gordo lo acompañaban en sus tareas campesinas de sol a sol.

El campo donde él vivía tenía otros peones pero no vivían todos en el mismo sitio no tanto por razones estratégicas para cuidar el extenso territorio, sino porque preferían ellos vivir apartados del chúcaro.

Parece ser que la razón fundamental tenía más bien que ver con normas de higiene y pulcritud a las que Etelvino no se mostraba como entusiasta, adherente o asociado.

Su fama la tenía bien merecida, cada vez que quería comprar una bombacha de campo sea ésta del color que fuere, de la marca disponible y de un talle superior a la última comprada, se dirigía a la yegua de su hermana, (él no tenía yegua pero sí caballo), la montaba y enfilaba pal negocio de Ramos Generales de don Jacinto Chucair Ventoso donde se podía comprar desde un pedazo de mortadela hasta una salamandra, pasando por lámparas a kerosene, palas, cuchillos, sogas, yerba, fideos, ginebra, fluido spineda, pelelas y arroz entre otros menesteres.

Allí se dirigía a la tienda, y una vez arrimado al mostrador de madera de pino lustrada, todos los demás clientes se alejaban y dejaban un radio de aproximadamente 6 metros a la redonda, como una zona de exclusión, ya que el chúcaro era adicto al ajo crudo y su porosidad odorífera lo delataba por donde fuera.
Etelvino el albino en la yegua de su hermana captado en el preciso momento en que se dirigía a comprar su bombacha anual. (Gentileza: Google).

El único que se animaba a atenderlo era Pepe Cortisona, un señor bien cuadrado, de cara cuadrada, hombros cuadrados, pensamiento similar. En su cara afilada resaltaba un par de anteojos con un grueso marco negro y la birome apoyada en la oreja.


Etelvino el albino compraba una bombacha, regresaba al campo y se la colocaba encima de la que tenía puesta, y así hacía una o dos veces al año, nunca se sacó la bombacha o la capa de bombachas ni para bañarse porque bañarse se bañaba cuando no hacía frío en el riacho que cruzaba a la vera de su rancho ubicado a la sombra de un olmo siberiano, en la esteparia línea sur rionegrina, cerca de Bajo del Gualicho.

Y frío hacía durante gran parte del año.

                                                                                                      Wilson El Aceitoso

N de la R: Los relatos de nuestra autoría son legibles, entendibles, originarios, auténticos, in-éditos, sin copyrigh y cualquier semejanza con la realidad es porque gran parte de ellos tienen origen en hechos reales pero no de la realeza. No busque el lector aquí intelectualidad, ni delicadeza literaria. Si le gustó difunda amigo, esperamos sus opiniones.

jueves, 31 de marzo de 2016

NOVELA DEL FABIAN CALLE


Entró muy rápido al aula dejando una estela de perfume penetrante por los pasillos y ondeando su larga y rubia cabellera. Los varones se cruzaron miradas cómplices pero distantes, dudosas. Uno de ellos, acariciaba su breve barba candado excitando sus porosidades sebáceas a la vez que carraspeaba.

La profesora, saludó mirando el espacio sin dirigir sus ojos a nadie en particular y a la vez a todos, y con una bandita elástica barata juntó su cabello al estilo “cola de caballo”. Su cara lavada, sin maquillaje alguno, reflejaba cierto hastío producto quizá del infernal tránsito callejero de la ciudad de las uvas y de las reinas “hot”.

Apoyó sus puños en la mesa y comenzó a disertar acerca de los principios básicos de los colores primarios, de los colores secundarios, que el prisma, que la descomposición de la luz, que gracias a la luz se descomponen los colores,  y recordaba que ella se descompone gracias a la oscuridad…

El prisma alargado le hizo recordar a ciertas aplicaciones de su profesión. Durante gran parte del día estuvo sentada frente al monitor plano de su computadora trabajando en el diseño de un edificio a construir para un ricachón viñatero amante de los rallys.

Mientras jugueteaba con el prisma entre sus dedos, la diseñadora gráfica y ahora docente de un instituto educativo, dejaba flotar sus pensamientos y volar su imaginación. Luego de cumplir con sus alumnos, vendría la cena en un conocido restaurante de la peatonal mendocina, y el encuentro furtivo repetido con su mecenas y promotor.

Para esa ocasión, su rostro se vería transformado gracias al maquillaje, la producción experimentada de quien a esta edad y en este siglo ya tiene varias millas corridas y experiencias que asombrarían a Marilyn Monroe.

Ahora hablaba suavemente, como siempre, pero tan suave a veces, y por segundos alargando tanto las vocales, que las chicas bajaban la mirada algunas, otras revoleaban la birome entre sus dedos, el más desprolijo de los alumnos atinó a hurgar dentro de su oreja adornada con un arito brillante, con el capuchón blanco de una bic de trazo grueso.

Uno de los morochos se preguntaba si Cabezas, recordado hacedor de fotoperiodismo que pagó con su vida meterse en cuevas de corrupción de la Argentina, habría estudiado los principios básicos de los colores, la gama de los fríos, las escalas cromáticas cálidas, y se lo comentó a su compañero más próximo, un flaco de apariencia delicada y peinado floger, que mostraba su piel tan blanca como un seno que no conoce el sol cada vez que se acomodaba el flequillo hacia un lado.

Mientras el puño desprendido de su camisa cubría nuevamente sus muñecas adornadas con un sinnúmero de gomitas, bandas, pulseras, le explicó que en la época del recordado fotógrafo de Yabrán se justificaba, pero ahora con el auge de la fotografía digital casi no era necesario.

La profesora, ya a un metro de su escritorio escribía algunas cosas en el pizarrón, cada tanto se daba vuelta hacia la clase, ondeando sus caderas y miraba su público ignorando deliberadamente a las chicas.

Justo vio al morocho y al delicado conversando en voz baja, pero fue indulgente con ellos y los premió con una mirada profunda que hizo sonrojar al morocho, quien dejó caer al suelo uno de sus pinceles para agacharse, despacio, levantarlo y evitar la perturbación.

Ella ahora pareció cansarse de la cola de caballo y se hizo rápidamente un grueso rodete que dejaba al descubierto su cuello adornado en la nuca con un par de lunares. Hizo una pausa en su monólogo y quedó en silencio… nadie hablaba y todos la miraban… pasaron algunos segundos en los que si un mosquito culícido portador del virus del dengue atravesaba el espacio aúlico chillando como él sabe, los alumnos se hubieran aturdido.

Es que esta laguna mental era ocupada por el prisma. El prisma, la magia del prisma, el tamaño del prisma, la forma alargada del prisma, y todo lo que se podía hacer con él, como un objeto deseado, mágico.

“¿Dónde estábamos, chiiiicooooos…?”, dijo blandamente la profesora buscando ayuda sin ningún disimulo en ellos, en los chicos. Y justo el más gordito y alegre de la clase le respondió –-“en lo del prisma, los colores, la descompostura, eh… perdón, la descomposición, todo eso…”

Ella agradeció y por fin sonrió no tanto por la ayuda para retomar el tema después de un lapsus sino por la cena comprometida y más que  por la cena por lo que vendría después.

Lo que vendría después, había venido antes, un bimestre, un cuatrimestre o tan sólo unos días antes que comenzaran las clases y cuando el equipo docente se reúne mate de por medio a diagramar los horarios, las materias, en charlas que se prolongan, a veces tediosas, matizadas con algunos comentarios políticos acerca de la traición, de Judas, de Cobos, y varios temas mezclados con los intendentes, las reinas, los asesinatos de mujeres, la última granizada y el precio de las gamelas.

Los ojos de los profesores varones no podían evitar posarse aunque sea por una milésima de segundo en su pronunciado escote, los más disimulados, y varios segundos los caraduras, los que no disimulan.

Esa tarde calurosa su cabello estaba recogido bien arriba, y dejaba caer un mechón sobre  una de sus blancas mejillas. El secretario académico quitó sus ojos del escote y los puso en la pantalla de su celular. Ya era la tercera vez que sonaba y tuvo que atender. 

Su señora esposa le recriminaba la tardanza en responderle, la tardanza en volver al hogar, la tardanza en pagar la última boleta del seguro de uno de los vehículos que tan afanosamente habían comprado y guardaban como tesoros sagrados en el garaje subterráneo.

Pero mientras hablaba con su esposa, o mejor dicho, mientras escuchaba los regaños femeniles provocadores de impotencia masculina, su cerebro estaba en otro lado, y las antenas de su cerebro, sus ojos, se cruzaron desde donde él estaba, alejado tan sólo un par de metros de la mesa de trabajo, con los ojos de la arquitecta que él había recomendado al equipo educativo de la institución.

Fue suficiente, ella también lo miró, fue una fracción de segundo. 

La jefa de departamento, que con su grandiosos glúteos ocupaba la cabecera de la mesa, antigua reina departamental en la década del 70, ahora venida a menos, (o a más, según se vea), se dio cuenta de la maniobra y su semblante se decoloró. Ella también, en la cúspide de su fama, figura y finura, había caído en las trampas del secretario que ahora la miraba por sobre sus gafas dándole el mensaje acostumbrado, sin palabras pero contundente: (“Vos, quedate en el molde…”).

Una vez sorteado el obstáculo hogareño con las mentiras acostumbradas, que por otra parte, del otro lado de la señal se sabían mentiras, se aceptaban mentiras y se fabricaban otras, el secretario aconsejó y más que aconsejó impuso un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente, un cuarto intermedio que fue justamente un cuarto ubicado justo en el medio, entre el instituto y la antigua casa-quinta vecina.

Esa noche no se pudo descomponer la luz porque ésta no era luz solar, no era luz blanca ni blanquecina ni nada que se le parezca, con un fondo de canciones melosas de Barry White, y una tenue luz amarilla en un rincón alejado del cuarto intermedio, toda la gama de colores cálidos y más que cálidos, tórridos, flotaron en el aire, se metieron por los poros, navegaban por las arterias y venas, salían y volvían a entrar, y cuando salían por la ventana entraban impregnados de los perfumes de los nardos del jardín, haciendo creer a la profesora y al secretario que todo sería eterno para los dos, pero tan sólo por un momento, porque áreas más sensatas del cerebro, puestas en guardia, les informaban que esto era pasajero como el viento que comenzaba a soplar en la madrugada ya de Mendoza caliente.

Los alumnos, en grupos, algunos con más facilidad que otros, elaboraban con témpera y agua la gama de celestes, de azules, otros colores del arco iris, y la profesora  paseaba sus caderas entre las mesas, ajustadas  en un pantalón bien ceñido que remarcaba sus líneas corporales.

Se detenía deliberadamente al lado de los muchachos y cuando se iba, el gordito la miraba de arriba abajo, el morocho la escaneaba y el floger meneaba la cabeza. Las chicas, algunas, escondían su indignación, a otra le causaba diversión y alguien se mordía los labios.

Una vez afuera aceleró a fondo, la avenida estaba casi desierta, la cumbia villera al más alto volumen, y el secretario en la mesa del restaurante miraba una y otra vez su celular, miraba su reloj, miraba la pantalla en la pared, masticaba algunos grisines, tomaba un poco de agua gasificada, se tocaba la nariz, bostezaba, mandaba mensajes sin recepción, intentaba alguna llamada….miraba la pantalla del celular, observaba su reloj digital, masticaba su bronca…

(N de la R: Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Los hechos que aquí se relatan son ficticios por eso no se citan los nombres de los protagonistas.)

El que lee, entienda.


Wilson el Aceitoso